Cicerón
cuenta en su De oratore la anécdota de la prodigiosa memoria del
poeta Simonides de Ceos, comenta que se debe a este personaje el
nacimiento del Arte de la
Memoria, una disciplina que tuvo un lugar privilegiado en los orígenes de
la cultura occidental.
Simonides
se dio cuenta de que la memoria y el espacio estaban fuertemente relacionados y
concluyó que cualquier persona podría desarrollar su memoria aprendiendo a
formar imágenes mentales de lo que quisiera recordar y colocándolas en un
espacio arquitectónico, imaginario o real, de manera que su posición en dicho
espacio marcaría el orden de los objetos y los objetos, los conceptos asociados
a ellos, del mismo modo que se usaban las tablillas de cera y las palabras
grabadas en ellas.
Los primeros tratados sobre
la materia de memorizar de forma optima u texto o un discurso, como el "Rethorica ad Herennium", describían dos
tipos de memoria, memoria rerum y memoria verborum; memoria para cosas y
memoria para palabras. Cuando se aborda un texto, uno puede intentar recordar
lo esencial o recordarlo literalmente. El romano Quintiliano, preceptor de
retórica, despreciaba la memoria verborum. Aducia que crear semejante cantidad
de imágenes, no solo era costoso, dado que requería un inmenso “palacio de la
memoria” si no que era ineficaz e inestable. Ciceron coincidía en que la mejor
forma de memorizar un discurso es punto por punto, no palabra por palabra,
empleando la memoria rerum. En su De Oratione, sugiere, que un orador que
pronuncie un discurso debería crear una imagen para cada asunto importante que
quisiera tratar y situar cada una de esas imágenes en un “locus”. Reconoceremos
que la “locución es un vestigio filológico del arte de la memoria.
La
historia de Simonides de Ceos es esta: “En un banquete en casa de un honorable
de Tesalia llamado Scopas, el poeta Simónides
de Ceos recitó un poema en honor de su anfitrión. El
poema cantaba lo típico: la generosidad de Scopas, la hospitalidad de su casa,
la belleza de su señora, etc. Sin embargo, Simónides añadió unas estrofas en
honor a Cástor y Pólux. Un poco picado, Scopas le dijo que, ya que debía
compartir la gloria con los gemelos sagrados, era justo que también compartiera
los gastos: Simonides recibiría sólo la mitad de lo acordado y no había más que
hablar. Poco más tarde, un criado anunció que dos hombres jóvenes querían
hablar con el poeta y Simonides salió al jardín.
Cuando
llegó, la inesperada visita se había esfumado pero, al volver, Simonides se
encontró que el techo del palacio se había desplomado sobre los invitados,
matando a todos en el acto. Los misteriosos jóvenes -Castor y Polux in
disguise- habían pagado su mitad salvando al poeta de una muerte segura. Los cuerpos estaban
tan desmigajados que los familiares no encontraban la manera de distinguirlos
para darles sepultura. Por suerte, Simonides pudo identificarlos uno por uno,
recordando las posiciones en las que estaban sentados.
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