REFLEXIONES SOBRE LA INGENUIDAD.
Para introducir en este tema parece adecuado recordar una anécdota del conocido ingénuo Santo Tomás de Aquino, a este le habían puesto el mote de Buey mudo de Sicilia. Se burlaban de su imperturbable calma y su ingenua credulidad. Aunque su ingenuidad no estaba exenta de genialidad. Pues aconteció que un día le gritaron desde el claustro, al pie de su ventana: “¡Hermano Tomas! ¡Hermano Tomás!… ¡Corre mira! ¡Un buey que vuela!”. Tranquilamente, se acerco a la ventana, siendo recibido con sonoras carcajadas… “¡Se lo ha creído! ¡Se lo ha creído!” Gritaban todos. “¡Es bobo!” Tomás, imperturbable, respondió:
“prefiero creer que un buey puede volar a pensar que un dominico miente…”.
Las risas se desvanecieron como por arte de magia, pero aquello le dolió mucho, por proceder de quien procedía. Su aguda réplica ponía de manifiesto que un hombre tranquilo, cuando se le fuerza a atacar, puede ser peligroso. De alguna manera es arriesgado suscitar la ira del cordero.
En latín, el adjetivo ingenuus significaba ‘natural’, ‘puro’, ‘no alterado’, y se aplicaba también a los hombres nacidos libres, a los ciudadanos del Imperio. En tiempos de Cicerón (siglo I a. C.) el sentido de esta palabra ya se había extendido para calificar a un hombre probo, honesto, recatado.
Lucrecio usaba la expresión ingenuus fontes para referirse a ‘manantiales límpidos’ y, pocos años más tarde, Tito Livio expresaba: Nihil ultra quam ingenui (Nada más que hijos legítimos).
Ingenuus provenía de gignere ‘engendrar’, ‘generar’ con el prefijo -in, para significar ‘nacido dentro’. No solamente utilizado en sentido lato como, el nacido en el país o en la familia, si no en amplio sentido de nacido en el "Centro".
En textos de Alfonso X el Sabio, ingenuo conservaba aún ese significado, pero en algún momento el sentido de ‘honestidad’ y ‘recato’ cedió su lugar a la denotación actual de ‘cándido’ o ‘inocente’.
La base prehistórica indoeuropea genu-, que significaba ‘rodilla’, no entró en nuestra lengua como nombre de esa parte de la pierna, pero sí está presente en la forma como llamamos al acto de arrodillarse: genuflexión, del latín genu flexio, literalmente, ‘doblar la rodilla’.
Otra de las palabras derivadas de genu- es genuino. Proviene de una antigua costumbre de los etruscos, heredada por los romanos, por la cual un padre ponía a su hijo recién nacido sobre la rodilla para expresar que lo reconocía como suyo, o sea, declararlo genuino. La rodilla descubierta denota, en la iconología, al hombre iniciado en los misterios, al santo y sabio. Aquí una foto de un Santo de la Iglesia
de San Gil de Zaragoza.
También una rodilla desnuda se interpreta como señal de clemencia. Cito textualmente lo que encontré:
"La Justicia es justa con la balanza; es potente y severa con la espada, es imparcial y terrible con la venda; es clemente y benigna con esa rodilla desnuda que, desde la época clásica, es el lugar del cuerpo humano en el cual residen la piedad y la benignidad, la magnanimidad y la clemencia del poderoso"
Frithjof Schuon
La atribución de un espíritu ingenuo a todos los que nos han precedido es el medio más sencillo de realzarse uno mismo, y es tanto más fácil y seductor cuanto que se fun-da en parte sobre comprobaciones exactas, aunque fragmentarias, y explotadas a fondo —con ayuda de generalizaciones abusivas e interpretaciones arbitrarias— en función del evolucionismo progresista. En primer lugar sería necesario entenderse acerca de la noción misma de ingenuidad: si ser ingenuo es ser directo y espontáneo e ignorar el di-simulo y los subterfugios, y también sin duda ciertas experiencias, los pueblos no mo-dernos efectivamente poseen —o poseían— una cierta ingenuidad; pero si ser ingenuo es simplemente estar desprovisto de inteligencia y sentido crítico y ser accesible a todos los engaños, ciertamente no hay razón alguna para admitir que nuestros contemporáneos sean menos ingenuos que lo eran nuestros antepasados.
En cualquier caso hay pocas cosas que este ser «insularizado» que es «el hombre de nuestro tiempo» soporte menos que el riesgo de parecer ingenuo; que perezca todo el resto con tal de que el sentimiento de no dejarse engañar por nada quede a salvo. En realidad, la más grande de las ingenuidades es creer que el hombre pueda escapar a cualquier ingenuidad en todos los planos y que le sea posible ser integralmente inteli-gente por sus propios medios; queriendo ganar todo por la astucia se acaba por perder todo en la ceguera y la impotencia. Los que reprochan a nuestros antepasados haber sido tontamente crédulos olvidan en primer lugar que igualmente se puede ser tontamente incrédulos y después que en materia de credulidad no hay nada como las ilusiones de las que viven los sedicentes destructores de ilusiones; pues se puede reemplazar una credu-lidad simple por una credulidad complicada, y adornada de meandros con una duda in-dispensable que forma parte del estilo, pero que es siempre credulidad; la complicación no hace al error menos falso, ni a la tontería menos tonta.
Contra las estampas de Epinal de una Edad Media desesperadamente ingenua y un siglo XX perdidamente inteligente, haremos valer que la historia no abole la sencillez de espíritu, sino que la va desplazando, y que la ingenuidad más flagrante es no darse cuenta de ello; no hay nada más simplista que esta pretensión de «volver a partir de cero» en todos los planos, o este autodesarraigo sistemático —e indeciblemente insolente— con que se caracterizan algunas tendencias del mundo contemporáneo.
Se quieren atribuir no sólo a las gentes de la Edad Media, sino incluso a las generaciones precedentes todos los engaños posibles y se tendría vergüenza en parecérseles; el siglo XIX parece casi tan lejano como la época merovingia. Las opiniones corrientes prueban que uno se cree in-comparablemente más «realista» que cualquier espíritu de un pasado incluso reciente; «nuestro tiempo» o el «siglo XX», o la «era atómica», parecen flotar como un islote desarraigado, o como una mónada fabulosamente «lúcida», sobre milenios de infanti-lismo y aturdimiento. El mundo contemporáneo es como un hombre que se avergonzara de haber tenido padres y que él mismo quisiera crearse y recrear el espacio, el tiempo y todas las leyes físicas, o que quisiera extraer de la nada un mundo objetivamente perfec-to y subjetivamente confortable y todo ello por medio de una actividad creadora sin Dios o contra Dios; la desgracia es que al querer crear a un Ser nuevo, no se termina más que destruyéndose uno mismo.
La media de la juventud contemporánea, según parece, tiende a hacer responsables a nuestros padres de todos los males, lo que es una actitud perfectamente absurda, pues además de que nuestros padres podrían hacer el mismo reproche a los suyos y así suce-sivamente, nada prueba que los hijos de la juventud actual no tendrán sólidas razones para dejar de hacer el mismo reproche a sus mayores. Si los jóvenes de hoy declaran ser inocentes por principio, puesto que no tienen ninguna ideología y no se interesan en la política, olvidan que un mundo puede ir a la deriva precisamente por esta razón; se pue-de provocar una desgracia porque se hace algo, pero también se puede provocar porque no se hace nada, ya que nunca se está solo en el mundo y otros se encargan de pensar y actuar por los que no tienen ganas de ello. El hombre contemporáneo ha amontonado una multitud de experiencias, y de ahí una cierta desilusión, pero las conclusiones que saca son tan falsas que reducen prácticamente a nada todo lo que se ha adquirido, o que debería haberse adquirido.
Un hecho que puede inducir a error, y que no se deja de explotar, es la analogía entre la infancia de los individuos y la de los pueblos; pero esta analogía no es más que parcial, y en cierto aspecto incluso inversa, al ser la colectividad en este aspecto lo contrario —o la imagen invertida— del individuo. En efecto, mientras que en el individuo es la vejez la que representa normalmente la sabiduría, ésta coincide en la colectividad tradicional —y también en la humanidad tomada en su conjunto— con el origen, es de-cir, con los «tiempos apostólicos» respecto a una civilización y con la «edad de oro» en relación con toda la humanidad; pero lo mismo que cada civilización decae a semejanza del género humano, al alejarse de los orígenes y aproximarse a los «últimos tiempos», al igual el individuo decae, al menos físicamente, con la edad; y del mismo modo que la época de la Revelación o la «edad de oro» es un período en que el Cielo y la Tierra se tocan y donde los Angeles conversan con los hombres, la infancia del individuo desde cierto punto de vista es un tiempo de inocencia, de felicidad y cercanía del Cielo; hay, pues, una analogía directa con los ciclos de la colectividad de modo paralelo a una ana-logía inversa que sitúa la sabiduría en el origen de la vida colectiva y al final de la vida individual. Sin embargo, es innegable que una sociedad envejecida ha atesorado expe-riencia y ha desarrollado artes —pero esto no es sino una exteriorización— y ello es precisamente lo que induce a error cuando a priori se aceptan los postulados del evolucionismo.
Evidentemente hay que distinguir entre una ingenuidad que es intrínseca y otra extrínseca; esta última no existe más que accidentalmente y en relación con un mundo que procede de ciertas experiencias, pero lleno de hipocresía, de habilidad vana y de disimulo; ¿cómo un hombre que ignora la existencia de la mentira, o que no la conoce más que a título de pecado capital y excepcional, no sería ingenuo al contacto de una sociedad ruin y cobarde? Para una persona patológicamente sin principios cualquier hombre normal es ingenuo; para los estafadores, las gentes honestas son los ingenuos. Incluso un cierto sentido crítico, lejos de ser una superioridad en sí mismo, no es sino una excrecencia producida por un ambiente donde todo está falsificado: es de este modo como la naturaleza produce reflejos de autodefensa y adaptaciones que no se explican más que por un ambiente determinado o por unas circunstancias crónicas; se admitirá sin trabajo que las cualidades físicas particulares del esquimal o del bosquimano no constituyen en sí mismas superioridades.
Si las gentes de antaño parecen cándidas es con frecuencia en función de la perspectiva deformadora debida a una corrupción más o menos generalizada; acusarles de inge-nuos es en suma aplicarles una ley retroactiva, jurídicamente hablando. Del mismo modo, si determinado autor antiguo puede dar una impresión de simplicidad de espíritu se debe en gran parte a que no tenía que tener en cuenta mil errores todavía desconocidos ni mil posibilidades de mala interpretación, y también porque su dialéctica no tenía que parecerse a una danza escocesa entre huevos, teniendo en cuenta que podía prescindir ampliamente de matices; las palabras tenían todavía un frescor y una plenitud —o una magia— que nos es difícil imaginar en el clima de inflación verbal en que vivimos.
La ingenuidad como simple falta de experiencia es algo forzosamente muy relativo: los hombres —las colectividades en cualquier caso— no pueden dejar de ser ingenuos en relación con las experiencias que no han hecho —y que manifiestan posibilidades que no han podido prever— y a los que las han realizado les es fácil juzgar la inexpe-riencia de los demás y creerse superiores a ellos; lo que decide el valor de los hombres no es la acumulación de experiencias, sino la capacidad de sacar partido de ellas. Pode-mos ser más perspicaces que otros respecto a las experiencias que hemos hecho, mien-tras somos más ingenuos frente a las experiencias que nos quedan por hacer, o que so-mos incapaces de hacer y otros habrían hecho en nuestro lugar; pues una cosa es vivir un acontecimiento y otra sacar sus consecuencias. Jugar con fuego porque se ignora que quema es sin duda una ingenuidad; pero arrojarse al agua porque uno se ha quemado un dedo no es mejor, pues ignorar que el fuego quema no es más ingenuo que no saber que uno puede escapar de otro modo que ahogándose. El gran y clásico error es remediar los abusos por otros abusos —eventualmente menores en apariencia, pero más fundamenta-les porque ponen en tela de juicio los principios— o, dicho de otro modo, eliminar la enfermedad matando al paciente.
Una clase de ingenuidad que podríamos reprochar a nuestros antepasados en el plano de las ciencias físicas es cierta confusión de competencias: a falta de experiencia u ob-servación —pero desde luego no es eso lo que nos molesta— eran a veces propensos a sobreestimar el alcance de las correspondencias cósmicas, de modo que les sucedía el aplicar imprudentemente a un determinado orden leyes valederas para otro, por ejemplo, creer que las salamandras soportan el fuego —y que incluso pueden apagarlo— a causa de ciertas propiedades de estos batracios y, sobre todo, a causa de la confusión entre estos últimos y los «espíritus ígneos» del mismo nombre; los antiguos estaban sujetos a semejantes errores, ya que todavía conocían por experiencia el carácter proteico de la substancia sutil que envuelve y penetra el mundo material o, dicho de otra forma, la barrera entre los estados corporales y anímicos aún no estaba tan coagulada como en épocas más tardías. El hombre de hoy, en cambio, es relativamente excusable también en este plano, pero en dirección inversa, en el sentido de que la total ausencia de expe-riencia de las manifestaciones anímicas sensibles parece confirmar su materialismo; sin embargo, sea cual sea la inexperiencia del mundo moderno en las cosas de orden aními-co o sutil, existen no obstante fenómenos de este género que en modo alguno le son in-accesibles en principio, pero que a priori califica de «supersticiones» y que abandona a los ocultistas.
Por lo demás, la aceptación de la dimensión anímica forma parte de la religión: no se puede negar la magia sin errar en la fe; respecto a los milagros si sobrepasan el plano anímico en cuanto a su causa, sin embargo lo atraviesan en cuanto a su efecto. En el lenguaje de los teólogos el término de «superstición» se presta a confusión porque expresa dos ideas completamente diferentes, por una parte, una falsa aplicación del sentimiento religioso, y por otra, la creencia en cosas irreales o ineficaces: de este modo se llama «superstición» al espiritismo, que no lo es más que desde el punto de vista de la interpretación y el culto, pero no de los fenómenos, y a ciencias como la astrología, que son totalmente reales y eficaces y que no implican ninguna desviación de tipo pseudo-religioso. En realidad, es preciso entender por superstición, no las ciencias o los hechos que se ignoran y que se ridiculizan sin comprender una sola palabra, sino las prácticas, vanas en sí mismas o totalmente incomprendidas, llamadas a suplir la ausencia de acti-tudes espirituales o ritos eficaces; igualmente una interpretación errónea o abusiva de un simbolismo o de cualquier coincidencia, con frecuencia en conexión con temores o es-crúpulos quiméricos, es supersticiosa y así sucesivamente. En nuestros días la palabra «superstición» ya no significa nada; cuando los teólogos la emplean —insistamos en ello todavía—, nunca se sabe si censuran una diablura concreta o una simple ilusión; para ellos, un acto mágico y un simulacro de magia parecen ser lo mismo y no sienten la contradicción que hay en declarar a la vez que la brujería es un gran pecado y que no es más que una superstición.
Pero regresemos a las ingenuidades científicas de los antiguos: según Santo Tomás de Aquino, «un error que concierne a la creación engendra una falsa ciencia sobre Dios», lo que no significa que el conocimiento de Dios exija un conocimiento total de los fenómenos cósmicos —condición perfectamente irrealizable por otra parte—, sino que nuestro conocimiento debe ser, o simbólicamente justo o físicamente adecuado; en este último caso debe guardar para nosotros una inteligibilidad simbólica, sin la cual cualquier ciencia es vana y nociva. Por ejemplo: la tierra plana y la rotación del cielo son comprobaciones frente a las que la ciencia humana tiene el derecho de detenerse o limitarse, puesto que el simbolismo espiritual refleja adecuadamente una situación real; pero la hipótesis evolucionista es una tesis falsa y perniciosa a la vez, ya que —además de que es contraria a la naturaleza de las cosas— quita al hombre su significado esencial y arruina al mismo tiempo la inteligibilidad del mundo. En la ciencia humana sobre los fenómenos hay siempre una parte de error; en este terreno no podemos alcanzar sino conocimientos relativos, pero que pueden ser globalmente suficientes dentro del contex-to de nuestra ciencia espiritual. Los antiguos conocían las leyes sensibles de la naturale-za, su astronomía se fundaba más o menos en las apariencias y contenía errores materia-les —no espirituales, ya que las apariencias son providenciales y tienen para nosotros un significado—, pero esta deficiencia se encuentra ampliamente compensada por la totali-dad del saber tradicional, que abarca, en efecto, a los Angeles, los Paraísos, los demo-nios, los infiernos, la espontaneidad no evolutiva de la creación —es decir, la cristaliza-ción de las Ideas celestiales en la substancia cósmica—, el fin apocalíptico del mundo y muchos otros datos más; estos datos —sea cual fuere su revestimiento místico— son esenciales para el ser humano. En cambio, una ciencia negadora de estos datos, aunque fuese prodigiosa en la observación material de los fenómenos sensibles, no podría rei-vindicar el principio enunciado por Santo Tomás, primero porque el saber de las cosas esenciales predomina sobre el saber de las cosas secundarias, y después, porque un sa-ber que excluye, de hecho y por principio, las cosas esenciales de la creación está infini-tamente más lejos de la adecuación exacta y total que una ciencia aparentemente «inge-nua», pero integral.
Si es «ingenuo» creer —porque se ve así— que la tierra es plana y que el cielo con los astros gira a su alrededor, no es menos «ingenuo» tomar al mundo sensible por el único mundo, o por el mundo total, y creer que la materia —o la energía si se prefiere— es la Existencia como tal; estos errores son incluso infinitamente más grandes que el del sistema geocéntrico. Además, el error materialista y evolucionista, ya lo hemos dicho, es infinitamente nocivo —la cosmología primitiva y «natural» no lo es en ningún gra-do—, lo que muestra claramente que no hay ninguna medida común entre la insuficien-cia de la antigua cosmografía y la falsedad global —no decimos «parcial»— de esta ciencia prometeica y titánica cuyo principio nos ha sido legado por la decadencia griega.
Y esto sí que es característico de los estragos del cientificismo y de su psicología particular: si se hace ver a un progresista convencido que el hombre no podría soportar psicológicamente el ambiente de otro planeta —se habla de crear en ellos colonias en caso de superpoblación terrestre—, responderá sin pestañear que se va a fabricar un hombre nuevo que tenga las cualidades requeridas; esta inconsciencia y esta insensibili-dad son señal ya de lo inhumano y lo monstruoso, pues al negar lo que hay en el hombre de total e inalienable, se ridiculiza la intención divina que nos hace ser lo que somos y que ha consagrado nuestra naturaleza por el «Verbo hecho carne». Tácito se burlaba de los germanos que intentaban detener un torrente con sus escudos; sin embargo, ello no es más ingenuo que creer en la emigración planetaria, o en la instalación con medios puramente humanos de una sociedad humana definitivamente satisfecha y perfectamen-te inofensiva continuando indefinidamente en progreso. Todo esto prueba que el hom-bre, si ha llegado a ser forzosamente menos ingenuo para algunas cosas, no ha aprendi-do nada en cuanto a lo esencial, por decir lo menos; la única cosa de la que es capaz el hombre abandonado a sí mismo es de «hacer los pecados más antiguos de la manera más nueva», como diría Shakespeare . Y al ser el mundo lo que es, sin duda no se co-mete una perogrullada por añadir que vale más ir ingenuamente al Cielo que ir inteli-gentemente al infierno.
Cuando se busca reconstituir la psicología de los antepasados se comete casi siempre el grave error de no tener nunca en cuenta las repercusiones internas de sus manifesta-ciones externas: lo que importa no es un perfeccionamiento superficial, sino la eficacia de nuestras actitudes con vistas a lo Invisible o lo Absoluto. Modos de pensar y actuar que nos desconciertan eventualmente por su ingenuidad en la superficie —particularmente en la vida de los santos— a menudo encubren una eficacia tanto más grande en profundidad; el hombre de las épocas más tardías por más que ha acumulado una multitud de experiencias y mucha habilidad es con seguridad menos «auténtico» y «eficaz», o menos sensible al influjo de lo sobrenatural, que sus lejanos padres; por más que sonría —el «civilizado» hecho «adulto»— a un razonamiento aparentemente sim-plista o a una actitud a priori infantil o «prelógica», la eficacia interna de estos puntos de referencia se le escapa. Los historiadores y los psicólogos están lejos de dudar que la cáscara de los comportamientos humanos es siempre algo relativo y que un más o un menos en este único plano no tiene nada de decisivo, puesto que sólo importa el meca-nismo interno de nuestro contacto con los estados superiores o las prolongaciones celes-tiales; se calcula en algunos milenios la distancia mental entre un primitivo actual y un civilizado, mientras que la experiencia prueba que esta separación, allí donde existe, no es más que de algunos días, pues el hombre es por todas partes y siempre el hombre.
No sólo la ingenuidad y la superstición se desplazan; también lo hace la inteligencia, y lo uno trae aparejado lo otro; se puede uno dar cuenta de ello al leer textos filosóficos o críticas de arte, donde un terco individualismo trata de realzarse con los soportes de una pretenciosa pseudo-psicología; es como si se quisiese adoptar la sutilidad de un es-colástico y la sensibilidad de un trovador para decir que hace calor o frío. Se hace un monstruoso despilfarro de habilidad mental para exteriorizar opiniones que no tienen ninguna relación con la inteligencia; los que por naturaleza no están dotados intelec-tualmente, aprenden a fingir que piensan e incluso ya no pueden prescindir de esta im-postura; mientras que, los que están dotados, corren el riesgo de olvidarse de pensar al seguir la corriente. La apariencia de una subida es aquí en realidad un descenso, la igno-rancia y la ininteligencia se encuentran a gusto dentro de un refinamiento completamen-te superficial, y de ello resulta un clima que hace aparecer a la sabiduría bajo un aspecto de ingenuidad, de tosquedad y de ensueño.
En nuestros días, todo el mundo quiere parecer inteligente; se preferiría ser tachado de criminal a serlo de ingenuo, si eso se pudiese hacer sin riesgos. Pero como la inteli-gencia no se obtiene del vacío, se acude a subterfugios: uno de los más corrientes es la manía de la «desmixtificación» que permite darse aires de inteligente sin mucho esfuer-zo, pues basta con decir que la reacción normal frente a un fenómeno es un «prejuicio» y que ya es hora de presentarlo fuera de la «leyenda»; si se pudiese sostener que el oc-éano es un estanque y el Himalaya una colina, se haría. A ciertos autores les resulta im-posible limitarse a comprobar, como todo el mundo lo ha hecho antes que ellos, que tal cosa o tal hombre tuvo tales cualidades y tal destino; siempre hay que comenzar por subrayar que «se ha dicho demasiado que…» y que la realidad es totalmente diferente y que por fin se ha descubierto y que, antes, todo el mundo estaba en la «mentira». Se aplica esta estratagema sobre todo a cosas evidentes y universalmente conocidas; sin duda sería demasiado ingenuo reconocer en dos palabras que un león es un carnívoro y que no es completamente inofensivo.
De cualquier modo, por todas partes hay ingenuidad y siempre la ha habido; al hom-bre le es imposible salir de ella si no es más allá de lo humano; y en esta verdad se sitúa la clave y la solución del problema. Pues lo que importa no es la pregunta de saber si la dialéctica o los comportamientos de un Platón son o no ingenuos, o si lo son en uno u otro grado —y uno querría saber exactamente dónde se encuentran las medidas absolu-tas de todo esto—, sino únicamente el hecho de que el sabio o el santo tienen interior-mente acceso a la Verdad concreta; la formulación más sencilla —sin duda la más «in-genua» para el gusto de algunos— puede constituir el umbral del Conocimiento más total y profundo .
Si la Biblia es ingenua, es un honor ser ingenuo; si los filosofismos negadores del Espíritu son inteligentes, no hay inteligencia. Detrás de la humilde creencia en un Paraí-so situado en las nubes hay al menos un fondo de verdad inalienable y, sobre todo —y esto no tiene precio—, una realidad misericordiosa que nunca defrauda.
Para introducir en este tema parece adecuado recordar una anécdota del conocido ingénuo Santo Tomás de Aquino, a este le habían puesto el mote de Buey mudo de Sicilia. Se burlaban de su imperturbable calma y su ingenua credulidad. Aunque su ingenuidad no estaba exenta de genialidad. Pues aconteció que un día le gritaron desde el claustro, al pie de su ventana: “¡Hermano Tomas! ¡Hermano Tomás!… ¡Corre mira! ¡Un buey que vuela!”. Tranquilamente, se acerco a la ventana, siendo recibido con sonoras carcajadas… “¡Se lo ha creído! ¡Se lo ha creído!” Gritaban todos. “¡Es bobo!” Tomás, imperturbable, respondió:
“prefiero creer que un buey puede volar a pensar que un dominico miente…”.
Las risas se desvanecieron como por arte de magia, pero aquello le dolió mucho, por proceder de quien procedía. Su aguda réplica ponía de manifiesto que un hombre tranquilo, cuando se le fuerza a atacar, puede ser peligroso. De alguna manera es arriesgado suscitar la ira del cordero.
En latín, el adjetivo ingenuus significaba ‘natural’, ‘puro’, ‘no alterado’, y se aplicaba también a los hombres nacidos libres, a los ciudadanos del Imperio. En tiempos de Cicerón (siglo I a. C.) el sentido de esta palabra ya se había extendido para calificar a un hombre probo, honesto, recatado.
Lucrecio usaba la expresión ingenuus fontes para referirse a ‘manantiales límpidos’ y, pocos años más tarde, Tito Livio expresaba: Nihil ultra quam ingenui (Nada más que hijos legítimos).
Ingenuus provenía de gignere ‘engendrar’, ‘generar’ con el prefijo -in, para significar ‘nacido dentro’. No solamente utilizado en sentido lato como, el nacido en el país o en la familia, si no en amplio sentido de nacido en el "Centro".
En textos de Alfonso X el Sabio, ingenuo conservaba aún ese significado, pero en algún momento el sentido de ‘honestidad’ y ‘recato’ cedió su lugar a la denotación actual de ‘cándido’ o ‘inocente’.
La base prehistórica indoeuropea genu-, que significaba ‘rodilla’, no entró en nuestra lengua como nombre de esa parte de la pierna, pero sí está presente en la forma como llamamos al acto de arrodillarse: genuflexión, del latín genu flexio, literalmente, ‘doblar la rodilla’.
Otra de las palabras derivadas de genu- es genuino. Proviene de una antigua costumbre de los etruscos, heredada por los romanos, por la cual un padre ponía a su hijo recién nacido sobre la rodilla para expresar que lo reconocía como suyo, o sea, declararlo genuino. La rodilla descubierta denota, en la iconología, al hombre iniciado en los misterios, al santo y sabio. Aquí una foto de un Santo de la Iglesia
de San Gil de Zaragoza.
También una rodilla desnuda se interpreta como señal de clemencia. Cito textualmente lo que encontré:
"La Justicia es justa con la balanza; es potente y severa con la espada, es imparcial y terrible con la venda; es clemente y benigna con esa rodilla desnuda que, desde la época clásica, es el lugar del cuerpo humano en el cual residen la piedad y la benignidad, la magnanimidad y la clemencia del poderoso"
Frithjof Schuon
La atribución de un espíritu ingenuo a todos los que nos han precedido es el medio más sencillo de realzarse uno mismo, y es tanto más fácil y seductor cuanto que se fun-da en parte sobre comprobaciones exactas, aunque fragmentarias, y explotadas a fondo —con ayuda de generalizaciones abusivas e interpretaciones arbitrarias— en función del evolucionismo progresista. En primer lugar sería necesario entenderse acerca de la noción misma de ingenuidad: si ser ingenuo es ser directo y espontáneo e ignorar el di-simulo y los subterfugios, y también sin duda ciertas experiencias, los pueblos no mo-dernos efectivamente poseen —o poseían— una cierta ingenuidad; pero si ser ingenuo es simplemente estar desprovisto de inteligencia y sentido crítico y ser accesible a todos los engaños, ciertamente no hay razón alguna para admitir que nuestros contemporáneos sean menos ingenuos que lo eran nuestros antepasados.
En cualquier caso hay pocas cosas que este ser «insularizado» que es «el hombre de nuestro tiempo» soporte menos que el riesgo de parecer ingenuo; que perezca todo el resto con tal de que el sentimiento de no dejarse engañar por nada quede a salvo. En realidad, la más grande de las ingenuidades es creer que el hombre pueda escapar a cualquier ingenuidad en todos los planos y que le sea posible ser integralmente inteli-gente por sus propios medios; queriendo ganar todo por la astucia se acaba por perder todo en la ceguera y la impotencia. Los que reprochan a nuestros antepasados haber sido tontamente crédulos olvidan en primer lugar que igualmente se puede ser tontamente incrédulos y después que en materia de credulidad no hay nada como las ilusiones de las que viven los sedicentes destructores de ilusiones; pues se puede reemplazar una credu-lidad simple por una credulidad complicada, y adornada de meandros con una duda in-dispensable que forma parte del estilo, pero que es siempre credulidad; la complicación no hace al error menos falso, ni a la tontería menos tonta.
Contra las estampas de Epinal de una Edad Media desesperadamente ingenua y un siglo XX perdidamente inteligente, haremos valer que la historia no abole la sencillez de espíritu, sino que la va desplazando, y que la ingenuidad más flagrante es no darse cuenta de ello; no hay nada más simplista que esta pretensión de «volver a partir de cero» en todos los planos, o este autodesarraigo sistemático —e indeciblemente insolente— con que se caracterizan algunas tendencias del mundo contemporáneo.
Se quieren atribuir no sólo a las gentes de la Edad Media, sino incluso a las generaciones precedentes todos los engaños posibles y se tendría vergüenza en parecérseles; el siglo XIX parece casi tan lejano como la época merovingia. Las opiniones corrientes prueban que uno se cree in-comparablemente más «realista» que cualquier espíritu de un pasado incluso reciente; «nuestro tiempo» o el «siglo XX», o la «era atómica», parecen flotar como un islote desarraigado, o como una mónada fabulosamente «lúcida», sobre milenios de infanti-lismo y aturdimiento. El mundo contemporáneo es como un hombre que se avergonzara de haber tenido padres y que él mismo quisiera crearse y recrear el espacio, el tiempo y todas las leyes físicas, o que quisiera extraer de la nada un mundo objetivamente perfec-to y subjetivamente confortable y todo ello por medio de una actividad creadora sin Dios o contra Dios; la desgracia es que al querer crear a un Ser nuevo, no se termina más que destruyéndose uno mismo.
La media de la juventud contemporánea, según parece, tiende a hacer responsables a nuestros padres de todos los males, lo que es una actitud perfectamente absurda, pues además de que nuestros padres podrían hacer el mismo reproche a los suyos y así suce-sivamente, nada prueba que los hijos de la juventud actual no tendrán sólidas razones para dejar de hacer el mismo reproche a sus mayores. Si los jóvenes de hoy declaran ser inocentes por principio, puesto que no tienen ninguna ideología y no se interesan en la política, olvidan que un mundo puede ir a la deriva precisamente por esta razón; se pue-de provocar una desgracia porque se hace algo, pero también se puede provocar porque no se hace nada, ya que nunca se está solo en el mundo y otros se encargan de pensar y actuar por los que no tienen ganas de ello. El hombre contemporáneo ha amontonado una multitud de experiencias, y de ahí una cierta desilusión, pero las conclusiones que saca son tan falsas que reducen prácticamente a nada todo lo que se ha adquirido, o que debería haberse adquirido.
Un hecho que puede inducir a error, y que no se deja de explotar, es la analogía entre la infancia de los individuos y la de los pueblos; pero esta analogía no es más que parcial, y en cierto aspecto incluso inversa, al ser la colectividad en este aspecto lo contrario —o la imagen invertida— del individuo. En efecto, mientras que en el individuo es la vejez la que representa normalmente la sabiduría, ésta coincide en la colectividad tradicional —y también en la humanidad tomada en su conjunto— con el origen, es de-cir, con los «tiempos apostólicos» respecto a una civilización y con la «edad de oro» en relación con toda la humanidad; pero lo mismo que cada civilización decae a semejanza del género humano, al alejarse de los orígenes y aproximarse a los «últimos tiempos», al igual el individuo decae, al menos físicamente, con la edad; y del mismo modo que la época de la Revelación o la «edad de oro» es un período en que el Cielo y la Tierra se tocan y donde los Angeles conversan con los hombres, la infancia del individuo desde cierto punto de vista es un tiempo de inocencia, de felicidad y cercanía del Cielo; hay, pues, una analogía directa con los ciclos de la colectividad de modo paralelo a una ana-logía inversa que sitúa la sabiduría en el origen de la vida colectiva y al final de la vida individual. Sin embargo, es innegable que una sociedad envejecida ha atesorado expe-riencia y ha desarrollado artes —pero esto no es sino una exteriorización— y ello es precisamente lo que induce a error cuando a priori se aceptan los postulados del evolucionismo.
Evidentemente hay que distinguir entre una ingenuidad que es intrínseca y otra extrínseca; esta última no existe más que accidentalmente y en relación con un mundo que procede de ciertas experiencias, pero lleno de hipocresía, de habilidad vana y de disimulo; ¿cómo un hombre que ignora la existencia de la mentira, o que no la conoce más que a título de pecado capital y excepcional, no sería ingenuo al contacto de una sociedad ruin y cobarde? Para una persona patológicamente sin principios cualquier hombre normal es ingenuo; para los estafadores, las gentes honestas son los ingenuos. Incluso un cierto sentido crítico, lejos de ser una superioridad en sí mismo, no es sino una excrecencia producida por un ambiente donde todo está falsificado: es de este modo como la naturaleza produce reflejos de autodefensa y adaptaciones que no se explican más que por un ambiente determinado o por unas circunstancias crónicas; se admitirá sin trabajo que las cualidades físicas particulares del esquimal o del bosquimano no constituyen en sí mismas superioridades.
Si las gentes de antaño parecen cándidas es con frecuencia en función de la perspectiva deformadora debida a una corrupción más o menos generalizada; acusarles de inge-nuos es en suma aplicarles una ley retroactiva, jurídicamente hablando. Del mismo modo, si determinado autor antiguo puede dar una impresión de simplicidad de espíritu se debe en gran parte a que no tenía que tener en cuenta mil errores todavía desconocidos ni mil posibilidades de mala interpretación, y también porque su dialéctica no tenía que parecerse a una danza escocesa entre huevos, teniendo en cuenta que podía prescindir ampliamente de matices; las palabras tenían todavía un frescor y una plenitud —o una magia— que nos es difícil imaginar en el clima de inflación verbal en que vivimos.
La ingenuidad como simple falta de experiencia es algo forzosamente muy relativo: los hombres —las colectividades en cualquier caso— no pueden dejar de ser ingenuos en relación con las experiencias que no han hecho —y que manifiestan posibilidades que no han podido prever— y a los que las han realizado les es fácil juzgar la inexpe-riencia de los demás y creerse superiores a ellos; lo que decide el valor de los hombres no es la acumulación de experiencias, sino la capacidad de sacar partido de ellas. Pode-mos ser más perspicaces que otros respecto a las experiencias que hemos hecho, mien-tras somos más ingenuos frente a las experiencias que nos quedan por hacer, o que so-mos incapaces de hacer y otros habrían hecho en nuestro lugar; pues una cosa es vivir un acontecimiento y otra sacar sus consecuencias. Jugar con fuego porque se ignora que quema es sin duda una ingenuidad; pero arrojarse al agua porque uno se ha quemado un dedo no es mejor, pues ignorar que el fuego quema no es más ingenuo que no saber que uno puede escapar de otro modo que ahogándose. El gran y clásico error es remediar los abusos por otros abusos —eventualmente menores en apariencia, pero más fundamenta-les porque ponen en tela de juicio los principios— o, dicho de otro modo, eliminar la enfermedad matando al paciente.
Una clase de ingenuidad que podríamos reprochar a nuestros antepasados en el plano de las ciencias físicas es cierta confusión de competencias: a falta de experiencia u ob-servación —pero desde luego no es eso lo que nos molesta— eran a veces propensos a sobreestimar el alcance de las correspondencias cósmicas, de modo que les sucedía el aplicar imprudentemente a un determinado orden leyes valederas para otro, por ejemplo, creer que las salamandras soportan el fuego —y que incluso pueden apagarlo— a causa de ciertas propiedades de estos batracios y, sobre todo, a causa de la confusión entre estos últimos y los «espíritus ígneos» del mismo nombre; los antiguos estaban sujetos a semejantes errores, ya que todavía conocían por experiencia el carácter proteico de la substancia sutil que envuelve y penetra el mundo material o, dicho de otra forma, la barrera entre los estados corporales y anímicos aún no estaba tan coagulada como en épocas más tardías. El hombre de hoy, en cambio, es relativamente excusable también en este plano, pero en dirección inversa, en el sentido de que la total ausencia de expe-riencia de las manifestaciones anímicas sensibles parece confirmar su materialismo; sin embargo, sea cual sea la inexperiencia del mundo moderno en las cosas de orden aními-co o sutil, existen no obstante fenómenos de este género que en modo alguno le son in-accesibles en principio, pero que a priori califica de «supersticiones» y que abandona a los ocultistas.
Por lo demás, la aceptación de la dimensión anímica forma parte de la religión: no se puede negar la magia sin errar en la fe; respecto a los milagros si sobrepasan el plano anímico en cuanto a su causa, sin embargo lo atraviesan en cuanto a su efecto. En el lenguaje de los teólogos el término de «superstición» se presta a confusión porque expresa dos ideas completamente diferentes, por una parte, una falsa aplicación del sentimiento religioso, y por otra, la creencia en cosas irreales o ineficaces: de este modo se llama «superstición» al espiritismo, que no lo es más que desde el punto de vista de la interpretación y el culto, pero no de los fenómenos, y a ciencias como la astrología, que son totalmente reales y eficaces y que no implican ninguna desviación de tipo pseudo-religioso. En realidad, es preciso entender por superstición, no las ciencias o los hechos que se ignoran y que se ridiculizan sin comprender una sola palabra, sino las prácticas, vanas en sí mismas o totalmente incomprendidas, llamadas a suplir la ausencia de acti-tudes espirituales o ritos eficaces; igualmente una interpretación errónea o abusiva de un simbolismo o de cualquier coincidencia, con frecuencia en conexión con temores o es-crúpulos quiméricos, es supersticiosa y así sucesivamente. En nuestros días la palabra «superstición» ya no significa nada; cuando los teólogos la emplean —insistamos en ello todavía—, nunca se sabe si censuran una diablura concreta o una simple ilusión; para ellos, un acto mágico y un simulacro de magia parecen ser lo mismo y no sienten la contradicción que hay en declarar a la vez que la brujería es un gran pecado y que no es más que una superstición.
Pero regresemos a las ingenuidades científicas de los antiguos: según Santo Tomás de Aquino, «un error que concierne a la creación engendra una falsa ciencia sobre Dios», lo que no significa que el conocimiento de Dios exija un conocimiento total de los fenómenos cósmicos —condición perfectamente irrealizable por otra parte—, sino que nuestro conocimiento debe ser, o simbólicamente justo o físicamente adecuado; en este último caso debe guardar para nosotros una inteligibilidad simbólica, sin la cual cualquier ciencia es vana y nociva. Por ejemplo: la tierra plana y la rotación del cielo son comprobaciones frente a las que la ciencia humana tiene el derecho de detenerse o limitarse, puesto que el simbolismo espiritual refleja adecuadamente una situación real; pero la hipótesis evolucionista es una tesis falsa y perniciosa a la vez, ya que —además de que es contraria a la naturaleza de las cosas— quita al hombre su significado esencial y arruina al mismo tiempo la inteligibilidad del mundo. En la ciencia humana sobre los fenómenos hay siempre una parte de error; en este terreno no podemos alcanzar sino conocimientos relativos, pero que pueden ser globalmente suficientes dentro del contex-to de nuestra ciencia espiritual. Los antiguos conocían las leyes sensibles de la naturale-za, su astronomía se fundaba más o menos en las apariencias y contenía errores materia-les —no espirituales, ya que las apariencias son providenciales y tienen para nosotros un significado—, pero esta deficiencia se encuentra ampliamente compensada por la totali-dad del saber tradicional, que abarca, en efecto, a los Angeles, los Paraísos, los demo-nios, los infiernos, la espontaneidad no evolutiva de la creación —es decir, la cristaliza-ción de las Ideas celestiales en la substancia cósmica—, el fin apocalíptico del mundo y muchos otros datos más; estos datos —sea cual fuere su revestimiento místico— son esenciales para el ser humano. En cambio, una ciencia negadora de estos datos, aunque fuese prodigiosa en la observación material de los fenómenos sensibles, no podría rei-vindicar el principio enunciado por Santo Tomás, primero porque el saber de las cosas esenciales predomina sobre el saber de las cosas secundarias, y después, porque un sa-ber que excluye, de hecho y por principio, las cosas esenciales de la creación está infini-tamente más lejos de la adecuación exacta y total que una ciencia aparentemente «inge-nua», pero integral.
Si es «ingenuo» creer —porque se ve así— que la tierra es plana y que el cielo con los astros gira a su alrededor, no es menos «ingenuo» tomar al mundo sensible por el único mundo, o por el mundo total, y creer que la materia —o la energía si se prefiere— es la Existencia como tal; estos errores son incluso infinitamente más grandes que el del sistema geocéntrico. Además, el error materialista y evolucionista, ya lo hemos dicho, es infinitamente nocivo —la cosmología primitiva y «natural» no lo es en ningún gra-do—, lo que muestra claramente que no hay ninguna medida común entre la insuficien-cia de la antigua cosmografía y la falsedad global —no decimos «parcial»— de esta ciencia prometeica y titánica cuyo principio nos ha sido legado por la decadencia griega.
Y esto sí que es característico de los estragos del cientificismo y de su psicología particular: si se hace ver a un progresista convencido que el hombre no podría soportar psicológicamente el ambiente de otro planeta —se habla de crear en ellos colonias en caso de superpoblación terrestre—, responderá sin pestañear que se va a fabricar un hombre nuevo que tenga las cualidades requeridas; esta inconsciencia y esta insensibili-dad son señal ya de lo inhumano y lo monstruoso, pues al negar lo que hay en el hombre de total e inalienable, se ridiculiza la intención divina que nos hace ser lo que somos y que ha consagrado nuestra naturaleza por el «Verbo hecho carne». Tácito se burlaba de los germanos que intentaban detener un torrente con sus escudos; sin embargo, ello no es más ingenuo que creer en la emigración planetaria, o en la instalación con medios puramente humanos de una sociedad humana definitivamente satisfecha y perfectamen-te inofensiva continuando indefinidamente en progreso. Todo esto prueba que el hom-bre, si ha llegado a ser forzosamente menos ingenuo para algunas cosas, no ha aprendi-do nada en cuanto a lo esencial, por decir lo menos; la única cosa de la que es capaz el hombre abandonado a sí mismo es de «hacer los pecados más antiguos de la manera más nueva», como diría Shakespeare . Y al ser el mundo lo que es, sin duda no se co-mete una perogrullada por añadir que vale más ir ingenuamente al Cielo que ir inteli-gentemente al infierno.
Cuando se busca reconstituir la psicología de los antepasados se comete casi siempre el grave error de no tener nunca en cuenta las repercusiones internas de sus manifesta-ciones externas: lo que importa no es un perfeccionamiento superficial, sino la eficacia de nuestras actitudes con vistas a lo Invisible o lo Absoluto. Modos de pensar y actuar que nos desconciertan eventualmente por su ingenuidad en la superficie —particularmente en la vida de los santos— a menudo encubren una eficacia tanto más grande en profundidad; el hombre de las épocas más tardías por más que ha acumulado una multitud de experiencias y mucha habilidad es con seguridad menos «auténtico» y «eficaz», o menos sensible al influjo de lo sobrenatural, que sus lejanos padres; por más que sonría —el «civilizado» hecho «adulto»— a un razonamiento aparentemente sim-plista o a una actitud a priori infantil o «prelógica», la eficacia interna de estos puntos de referencia se le escapa. Los historiadores y los psicólogos están lejos de dudar que la cáscara de los comportamientos humanos es siempre algo relativo y que un más o un menos en este único plano no tiene nada de decisivo, puesto que sólo importa el meca-nismo interno de nuestro contacto con los estados superiores o las prolongaciones celes-tiales; se calcula en algunos milenios la distancia mental entre un primitivo actual y un civilizado, mientras que la experiencia prueba que esta separación, allí donde existe, no es más que de algunos días, pues el hombre es por todas partes y siempre el hombre.
No sólo la ingenuidad y la superstición se desplazan; también lo hace la inteligencia, y lo uno trae aparejado lo otro; se puede uno dar cuenta de ello al leer textos filosóficos o críticas de arte, donde un terco individualismo trata de realzarse con los soportes de una pretenciosa pseudo-psicología; es como si se quisiese adoptar la sutilidad de un es-colástico y la sensibilidad de un trovador para decir que hace calor o frío. Se hace un monstruoso despilfarro de habilidad mental para exteriorizar opiniones que no tienen ninguna relación con la inteligencia; los que por naturaleza no están dotados intelec-tualmente, aprenden a fingir que piensan e incluso ya no pueden prescindir de esta im-postura; mientras que, los que están dotados, corren el riesgo de olvidarse de pensar al seguir la corriente. La apariencia de una subida es aquí en realidad un descenso, la igno-rancia y la ininteligencia se encuentran a gusto dentro de un refinamiento completamen-te superficial, y de ello resulta un clima que hace aparecer a la sabiduría bajo un aspecto de ingenuidad, de tosquedad y de ensueño.
En nuestros días, todo el mundo quiere parecer inteligente; se preferiría ser tachado de criminal a serlo de ingenuo, si eso se pudiese hacer sin riesgos. Pero como la inteli-gencia no se obtiene del vacío, se acude a subterfugios: uno de los más corrientes es la manía de la «desmixtificación» que permite darse aires de inteligente sin mucho esfuer-zo, pues basta con decir que la reacción normal frente a un fenómeno es un «prejuicio» y que ya es hora de presentarlo fuera de la «leyenda»; si se pudiese sostener que el oc-éano es un estanque y el Himalaya una colina, se haría. A ciertos autores les resulta im-posible limitarse a comprobar, como todo el mundo lo ha hecho antes que ellos, que tal cosa o tal hombre tuvo tales cualidades y tal destino; siempre hay que comenzar por subrayar que «se ha dicho demasiado que…» y que la realidad es totalmente diferente y que por fin se ha descubierto y que, antes, todo el mundo estaba en la «mentira». Se aplica esta estratagema sobre todo a cosas evidentes y universalmente conocidas; sin duda sería demasiado ingenuo reconocer en dos palabras que un león es un carnívoro y que no es completamente inofensivo.
De cualquier modo, por todas partes hay ingenuidad y siempre la ha habido; al hom-bre le es imposible salir de ella si no es más allá de lo humano; y en esta verdad se sitúa la clave y la solución del problema. Pues lo que importa no es la pregunta de saber si la dialéctica o los comportamientos de un Platón son o no ingenuos, o si lo son en uno u otro grado —y uno querría saber exactamente dónde se encuentran las medidas absolu-tas de todo esto—, sino únicamente el hecho de que el sabio o el santo tienen interior-mente acceso a la Verdad concreta; la formulación más sencilla —sin duda la más «in-genua» para el gusto de algunos— puede constituir el umbral del Conocimiento más total y profundo .
Si la Biblia es ingenua, es un honor ser ingenuo; si los filosofismos negadores del Espíritu son inteligentes, no hay inteligencia. Detrás de la humilde creencia en un Paraí-so situado en las nubes hay al menos un fondo de verdad inalienable y, sobre todo —y esto no tiene precio—, una realidad misericordiosa que nunca defrauda.
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