viernes, 21 de octubre de 2011

Ser Conservador, Titus Burckhardt


Ser Conservador  Titus Burckhardt




Titus Burckhardt, suizo-alemán, nació en Florencia en 1908 y murió en Lausana en 1984; fue sobrino-nieto del famoso historiador Jacob Burckhardt . En la década de 1930 pasó algunos años en Marruecos. Destacó como uno de los exponentes de la "sabiduría perenne" o "verdad universal" de la metafísica, la cosmología y el arte tradicional". Fue miembro eminente de la "escuela tradicionalista" del siglo XX, que incluía en sus filas a F. Schuon, M. Lings, S. H. Nasr, A. Coomaraswamy y R. Guénon.  Burckhardt se convirtió al islam, aprendió árabe y entró en contacto con el sufismo. 


                    Si se dejan de lado todas las implicaciones política que posee este término, el «conservador» es ante todo alguien que se esfuerza por «conservar». Para determinar si tal actitud es acertada o errónea, basta considerar lo que se intenta conservar. Si las estructu­ras sociales que se defienden -y, por otra parte, siem­pre se trata de esto- están en conformidad con la fina­lidad más alta de la vida humana y corresponden a las necesidades profundas del hombre, ¿por qué esas estruc­turas sociales no habrían de ser tan buenas, e incluso mejores, que todas las innovaciones que el transcurso del tiempo puede aportar? Parece normal seguir un razo­namiento como éste, pero el hombre contemporáneo ya no razona normalmente. Incluso cuando no despre­cia sistemáticamente el pasado y no pone todas sus esperanzas únicamente en el progreso técnico para mejorar la suerte de la humanidad, tiene generalmente un pre­juicio contra toda actitud conservadora. Pues, de hecho, ya tenga conciencia de ello o no, está influido por la tesis materialista según la cual toda forma de «conser­vadurismo» va contra el principio de cambio inherente a la vida y conduce al «estancamiento».

 Sigfrido o Sigurd 

El estado de penuria en que se encuentra hoy el conjunto de los pueblos que no han seguido el tren del progreso técnico parece confirmar esta tesis; en rea­lidad, se omite observar que aquí hay una incitación a un desarrollo cada vez mayor, más que una explicación de los hechos. La idea de que todo deba ser arrastra­do en este cambio constante es un dogma moderno, que tiende a imponerse de forma absoluta en el espí­ritu de nuestros contemporáneos. Se oye proclamar en un tono perentorio, incluso por parte de los que se consideran cristianos, que el hombre mismo está inclui­do en esa evolución general; y no sólo desde el punto de vista de los sentimientos, de los juicios que están efectivamente influidos por nuestro entorno, sino tam­bién de la propia naturaleza humana, la cual, según ellos, está sometida a la ley universal del cambio. Exis­te la idea familiar de que el hombre está en curso de evolución y debe evolucionar hacia una especie supe­rior; el hombre del siglo veinte, por consiguiente, es, según esto, diferente del hombre de las épocas pasa­das. En todo esto se pierde de vista esta verdad esen­cial, proclamada por todas las religiones, a saber, que el hombre es el hombre, y no sólo un animal entre los
demás, por el solo hecho de que lleva en sí mismo un centro espiritual que no está sometido al principio cós­mico del cambio. En ausencia de este centro espiritual, que es la fuente de nuestras capacidades de razona­miento -y que, por tanto, se puede definir como el ór­gano espiritual que vehicula el sentido de la verdad-, no seríamos siquiera capaces de constatar el cambio que se opera en el mundo que nos rodea. En efecto, como lo enuncia Aristóteles, los que declaran que todo, incluida la verdad, se encuentra en un estado de flujo perpetuo se condenan a la contradicción interna: si nada resiste a ese flujo incesante, ¿sobre qué base pue­den, pues, formular un juicio válido?
Aquí, sin duda es necesario recordar que el centro espiritual del ser humano es mucho más que la sola psi­que, la cual está sometida a los instintos y a las impre­siones de toda clase, y que asimismo es muy superior al pensamiento racional. Hay en el ser humano algo que lo enlaza con lo Eterno y que se encuentra precisamente en el punto en que «la luz que ilumina a todo hombre que viene al mundo» (Juan 1,9) se refleja en el plano de nuestras facultades psíquicas y físicas.
Si bien este «núcleo» inmutable del corazón del hom­bre no puede ser percibido directamente -del mismo modo que no se puede captar el punto sin dimensio­nes del centro de un círculo-, se sabe sin embargo por qué vías es posible acercarse a él. Semejantes a los radios que convergen hacia el centro de una rueda, estas vías de acceso constituyen la base inmutable de todas las tra­diciones espirituales. Tomadas como reglas normativas para la acción, y para las estructuras sociales que se con­ciben en función del centro espiritual del hombre, estas vías constituyen igualmente la base de toda actitud con­servadora auténtica; tanto es así que el deseo de con­servar ciertas estructuras sociales sólo tiene sentido si estas últimas se fundamentan en el centro inmutable de la condición humana. Esta condición, por lo demás, deter­mina igualmente su capacidad para mantenerse a lo largo del tiempo.
En una cultura que, desde su misma fundación, y en virtud de sus orígenes sagrados, está orientada hacia ese centro espiritual, y por ello mismo hacia el orden eterno, la cuestión del valor, o de la justificación, de la actitud conservadora ni siquiera se plantea. No existe, por otra parte, ninguna palabra para definir este con­cepto, de tan evidente que es. En una sociedad cristia­na se es cristiano, al igual que se es musulmán en una sociedad islámica, budista en una sociedad budista, y así sucesivamente. Sin lo cual no se puede pertenecer a estas sociedades respectivas, ni tomar parte en su fun­cionamiento; uno sólo podría mantenerse aislado, o bien oponérseles de modo secreto y disimulado.
Este tipo de culturas viven en función de una ener­gía espiritual que pone su sello en todas las formas, desde las más altas hasta las más mínimas; es así como estas culturas son verdaderamente fecundas y creativas. Al mismo tiempo, estas culturas necesitan fuerzas de conservación, sin las cuales su organización no tardaría en disolverse. Basta, por lo demás, que este tipo de socie­dad tradicional sea más o menos coherente y homogé­nea para que la fe, la fidelidad a lo sagrado y una acti­tud «conservante» o conservadora se reflejen unas en otras como una serie de círculos concéntricos.
La actitud llamada conservadora sólo se vuelve pro­blemática a partir del momento en que el orden social ya no está determinado por el orden eterno de las cosas, como es el caso en la Europa de los tiempos modernos. La cuestión que se plantea entonces es la de saber qué fragmentos o vestigios del orden tradicional, que anta­ño englobaba todos los ámbitos, merecen ser preserva­dos prioritariamente para tal o cual ámbito de la vida colectiva. En cada fase histórica de una sociedad (y estas fases se suceden ahora a un ritmo cada vez más rápi­do), los prototipos originales se vuelven a encontrar en un grado o en otro. Aun cuando el orden primordial esté destruido, quedan de él, sin embargo, ciertos ele­mentos, que conservan una relativa eficacia. Después de cada ruptura con el orden antiguo se establece un equi­librio nuevo, por muy fragmentario e incierto que sea. Ciertos valores esenciales se han perdido irremediable­mente en el camino, mientras que otros, más secunda­rios al principio, se ven situados en primer plano. Si se quiere evitar que incluso estos últimos se pierdan a su vez, vale más conservar el equilibrio existente que vol­ver a ponerlo todo en cuestión en un intento arriesga­do de efectuar una renovación total.
Cuando la alternativa se presenta concretamente en la Historia, la palabra «conservador» hace su aparición. En Europa hizo fortuna por primera vez en la época de las guerras napoleónicas. Este término está definitiva-mente marcado por el dilema que lleva en sí intrínse­camente. El «conservador» siempre es sospechoso de querer preservar solamente sus privilegios, por modes­tos que sean. En estas condiciones, la cuestión de saber si lo que se quiere conservar vale o no la pena está vicia­da de entrada. Y sin embargo: ¿por qué habría que excluir que las ventajas privadas de tal o cual grupo coincidie­ran con la justicia? ¿Y por qué determinadas jerarquías y obligaciones sociales no podrían ser fuente de buena inteligencia entre los individuos?

Editado por Olañeta

La manera en que razonan nuestros contemporá­neos demuestra claramente que la inteligencia profun­da tiene muy pocas posibilidades de desarrollarse a falta de un medio favorable desde este punto de vista. Sólo muy escasos individuos -en general los que en su juven­tud han podido conocer algunos recuerdos del orden antiguo, o los que han tenido la ocasión de entrar en contacto con una cultura todavía tradicional en Orien­te- son capaces de imaginar la felicidad y la paz inte­rior que puede conferir un orden social jerarquizado de acuerdo con las vocaciones naturales y las funciones espirituales. Y todavía hay que añadir que procura estos beneficios no sólo a la élite dominante, sino también a las clases trabajadoras.
Dicho esto, no hay ninguna sociedad humana, por muy justa que sea globalmente, que no contenga males relativos. Sin embargo, hay un medio seguro y fácil de determinar si tal o cual orden social ofrece o no la feli­cidad a la mayoría de sus miembros: la consideración de los objetos de arte y de todos los productos artesanales,
que no sólo tienen una vocación utilitaria, sino que mani­fiestan cierto gozo creativo. Una cultura en la que las artes son privilegio exclusivo de una clase particularmente educada, de modo que ya no se encuentra en ella arte popular o un lenguaje artístico que pueda ser comprendido por todos, es un fracaso completo desde este punto de vista. El éxito extrínseco de una profesión se mide por los beneficios que garantiza; pero su éxito intrínseco resi­de en su capacidad para recordar al hombre su verda­dera naturaleza, querida por Dios. A este respecto, éxito extrínseco y éxito intrínseco no coinciden siempre. Labrar la tierra, rezar para que llueva, crear objetos útiles y for­mas inteligibles a partir de las materias primas que ofre­ce la naturaleza, compensar la indigencia de unos con el exceso de riqueza de otros, reinar estando dispuesto a sacrificar la propia vida por aquellos sobre quienes se reina, enseñar por amor a la Verdad: he aquí algunas de esas ocupaciones tradicionales que llevan en sí mis­mas su propia recompensa. Uno tiene derecho a pre­guntarse si el «progreso» las ha promovido o rebajado.
En nuestros días son numerosos los que piensan que el hombre realiza su verdadero destino en el trabajo, manejando una máquina. No: su destino verdadero e integral, el hombre lo realiza cuando reza e invoca la bendición divina, cuando dirige y combate, siembra y cosecha, sirve y obedece. He aquí lo que conviene a la naturaleza humana.
Cuando la urbanización que tiende a caracterizar a la vida moderna exige que el sacerdote se despoje de los signos exteriores de su función y se ponga a imitar tanto como sea posible el modo de vida de los laicos, tenemos ahí una prueba de que esta mentalidad urba­na ha perdido de vista la verdadera naturaleza del hom­bre. En efecto, percibir al hombre en el sacerdote equi­vale a reconocer que la naturaleza humana, en su fondo, se revela infinitamente mejor en la dignidad sacerdotal que en la condición del hombre «corriente». Toda cul­tura teocéntrica reconoce una jerarquía más o menos explícita de clases, o «castas», sociales. Esto no quiere decir que esa cultura vea al hombre como un fragmento aislado que sólo puede alcanzar su plenitud en el marco de una comunidad. Al contrario, esto significa que la naturaleza humana como tal es con mucho demasiado rica para que todo el mundo, en todo momento, pueda realizar todas sus diferentes facetas. La perfección huma­na no reside en la suma de todas estas facetas, o fun­ciones, sino más bien en su quintaesencia. Si ha habi­do sociedades fuertemente jerarquizadas que han podido mantenerse durante milenios, esto no se explica por la pasividad de los pueblos ni por el poder de los sobe­ranos, sino por el hecho de que ese orden social corres­pondía a la naturaleza humana.
Existe un error muy difundido según el cual la clase más naturalmente conservadora es la burguesía. Ahora bien, esta última se identifica en el origen con la cultu­ra de las ciudades, en las que, desde hace quinientos años, han nacido todas las revoluciones. Es cierto, sin embar­go, que la burguesía, sobre todo después de la Revolu­ción francesa, ha desempeñado a menudo un papel con­servador, e incluso, a veces, ha adoptado ciertos ideales


aristocráticos, aunque no sin explotarlos en su prove­cho, lo que ha tenido como consecuencia su gradual falsificación. En el seno de la burguesía hubo igualmente individuos cuyo conservadurismo descansaba en bases inteligentes, pero siempre fueron una minoría, y esto desde el principio.
El campesino, en cambio, es generalmente conser­vador; lo es, si puede decirse así, por experiencia, pues él sabe -pero `cuántos lo saben todavía- que la vida de la naturaleza depende de la renovación constante de innumerables fuerzas estrechamente vinculadas unas con otras y que deben mantenerse en equilibrio. Y no se puede tocar un solo componente de este equilibrio sin provocar el hundimiento de todo el conjunto. Basta des­viar el curso de un río para modificar la flora de una región entera o para eliminar una especie animal, lo que dará lugar inmediatamente a la proliferación catas­trófica de otra especie. El campesino no cree que la llu­via y el buen tiempo puedan crearse a voluntad.
De todo esto no hay que concluir que el punto de vista conservador esté ligado ante todo al sedentarismo y a la vinculación a una tierra: está demostrado que nadie en el mundo es más conservador que los nóma­das. En el viaje perpetuo que es su vida, el nómada se dedica a preservar el patrimonio que constituyen su len­gua y sus costumbres; resiste con pleno conocimiento de causa a la erosión del tiempo, pues ser conservador no significa ser pasivo, ni mucho menos.
Se trata de un signo eminente de nobleza; el nóma­da, en esto, se parece al aristócrata, o, más exactamente, la nobleza inherente a la casta guerrera tiene muchos puntos comunes con el alma del nómada. Por otro lado, la experiencia de una aristocracia que no ha sido corrom­pida por la vida de corte o por las costumbres urbanas, sino que ha permanecido próxima a la tierra, se pare­ce al tipo campesino descrito más arriba, con la dife­rencia de que el noble del campo siempre tiene un terri­torio y un entorno humano más vastos que el simple campesino. Cuando la aristocracia es consciente, por herencia y por educación, de la unidad esencial de las fuerzas de la naturaleza y las potencias del alma, posee una superioridad que no se puede adquirir de ninguna otra manera. Y quien se sabe dotado de una auténtica superioridad tiene derecho a ejercerla, exactamente igual que quien ha alcanzado la maestría total de un arte tiene derecho a poner su propio juicio por encima del juicio de los ignorantes.
Debe quedar bien claro, sin embargo, que la posi­ción predominante de la aristocracia está ligada a dos condiciones, una natural y la otra ética: la condición natural es que, en el seno de una misma tribu o fami­lia, se puede esperar, por regla general, la transmisión hereditaria de ciertos dones y ciertas cualidades; la con­dición ética viene resumida en el dicho nobleza obliga. Cuanto más elevados son el rango social y los privilegios que le corresponden, más grandes serán los deberes y las responsabilidades. Inversamente, cuanto más bajo es el rango, más reducido es el poder y más limitados son los deberes; en lo más bajo de la escala se encuentran las personas completamente pasivas, que apenas tienen
responsabilidades éticas. Si las cosas, en este terreno, no son siempre lo que deberían ser, no hay que buscar la causa principal de ello en la herencia natural, pues esta última funciona bastante bien como para garantizar inde­finidamente la homogeneidad de una casta. Hay que bus­car más bien la fuente de esa imperfección en la trans­gresión del principio moral mencionado más arriba, y que exige un justo equilibrio entre derechos y deberes. Ningún sistema social puede impedir los abusos de poder; semejante sistema, si existiera, no sería humano, puesto que el hombre sólo es hombre si responde al mismo tiempo, y por su propia volición, a una vocación natu­ral y a una vocación espiritual. El abuso de una autori­dad hereditaria, por consiguiente, no prueba nada con­tra la validez del principio de la aristocracia. En cambio, la vocación ética de esta última queda demostrada ente­ramente con el ejemplo del pequeño número de aque­llos que, cuando fueron despojados de sus privilegios ancestrales, no renunciaron por ello a la responsabili­dad moral que habían heredado.
Numerosos son los países en los que la aristocracia ha perdido el poder a causa de su autoritarismo; pero la nobleza ha sido desposeída no tanto por su autori­tarismo respecto a las clases inferiores como a causa de sus transgresiones tiránicas de la ley superior de la reli­gión, su única base moral de legitimidad y la única capaz de templar con la misericordia la autoridad de los pode­rosos de este mundo.
Después del derrumbamiento no sólo de la jerar­quía social, sino de casi todas las estructuras tradicionales, las personas que han conservado, con toda luci­dez, una mentalidad conservadora ya no tienen nada a lo que agarrarse. Se encuentran aisladas en un mundo completamente esclavizado que hace alarde de libertad, que se jacta de ser rico y diverso mientras que su uni­formidad lo aplasta todo. No se cesa de clamar que la humanidad está en la vía de un progreso continuo, que el ser humano, después de haber «evolucionado» duran­te millones de años, ha iniciado ahora una mutación decisiva que debe conducirle a su victoria final sobre las condiciones materiales de la vida. El conservador lúcido e inteligente está solo en medio de una multi­tud delirante, es el único que permanece despierto en medio de un pueblo de sonámbulos que toman su sueño por la realidad. Sabe, por experiencia y por discerni­miento, que el hombre, a pesar de su obsesión por el cambio, sigue siendo el mismo, para lo mejor y para lo peor. Las preguntas fundamentales que plantea la con­dición humana siguen siendo las mismas; las respuestas a estas preguntas son conocidas desde la noche de los tiempos, y, en la medida en que el lenguaje humano puede expresarlas, han sido transmitidas, desde siem­pre, al hilo de las generaciones. Este legado precioso es lo que importa ante todo al conservador lúcido e inte­ligente.
Dado que en nuestros días casi todas las formas de vida tradicional han sido destruidas, el conservador no tiene sino raramente la ocasión de tomar parte en una tarea que posea, por su significado y su utilidad, un valor universal. Pero toda medalla tiene su reverso: la desaparición de las formas tradicionales nos pone a prue­ba y nos obliga a dar muestras de discernimiento. En cuanto a la confusión que reina a nuestro alrededor en el mundo, nos impone dejar de lado todos los accidentes para volvernos resueltamente hacia lo esencial.
  

miércoles, 12 de octubre de 2011

El "Nuevo Nacimiento" y el Pilar


                                                                            “Que el Dios que ha nacido de nuevo como hombre nos                     
                                                       ayude a este nacimiento, para que nosotros, pobres hijos de la   
                                                       tierra, nazcamos en él en tanto que Dios; ¡que nos ayude a   
       ello eternamente! Amén”.

                                                                     Del Nacimiento Eterno;  Meister Eckhart



      Consideraremos la traducción numérica del hexagrama presente en los cimborrios de la Basílica del Pilar, formado por seis líneas, alternativamente continuas y discontinuas, que correspondería en lenguaje informático a un «byte» de seis «bit».  Si a esta cifra del lenguaje informático le asignamos, como ya lo hizo Leibniz, a la raya continua el valor uno y a la raya partida el valor cero, comprobaremos que reproduce al número 42 en cifras binarias.
Este número 42, además de otras relaciones, tiene una representación vertida en la liturgia de la festividad de la Virgen del Pilar.
Vamos ha realizar un circunloquio alrededor del “Pilar” para considerar  diferentes vertientes que lo relacionan con este número.


       Si seguimos la exégesis de Clemente de Alejandría y Orígenes,  la palabra «Pascua» la hacen derivar del hebreo  Fas פסח (pésaj)que significa pasaje.   Desde entonces, la Teología de la fiesta se centra en la Resurrección y se expresa mediante la idea de una travesía (diabasis), un ir más allá, un saltar (hyperbasis), un acceder a una nueva vida en otro mundo.    De tal forma la  Pascua cristiana es por excelencia la imagen de la  re-creación del universo.
La fiesta judía de la Pascua deriva de los capítulos XII y XIII del Éxodo que describen la salida de los Israelitas de Egipto, así como la larga marcha de cuarenta años por el desierto del  Sinaí hacia la  Tierra  Prometida, marcha que se pautó en cuarenta y dos etapas.   Para Filón de Alejandría (20 a.J.C. - 45 dj.C.), como para todos los judíos, la Pascua recordaba la salida de Egipto;  representando  también, «el pasaje del alma del mundo de los sentidos al del intelecto».


  En las Homilias sobre los Números,  Orígenes  precisa que las 42 estaciones que los hebreos pasaron en el desierto antes de llegar al Jordán, en busca de la Tierra prometida, representan un doble misterio: "Cristo descendió hasta nosotros a través de 42 antepasados según la carne, como por otras tantas estaciones, y es a través del mismo número de estaciones que los Hijos de Israel ascendieron hasta el lugar en que comienza la herencia prometida" ("27ª Homilía sobre los Números").
Y curiosamente entronca con la ortodoxia hebrea, manifestada en el  «Zohar », que dice sobre la creación:  « En el momento de la creación, los elementos constituyentes no eran puros; la flor de cada uno de ellos estaba aún mezclada con sus impurezas. Asimismo, todo carecía de orden, como el trazo producido por la plumilla cargada con los posos del tintero.   Fue,  gracias al nombre grabado por cuarenta y dos letras, cuando el mundo tomó una forma nítida. Toda forma existente en el mundo emana de estas cuarenta y dos letras, que son, en cierta manera, la corona del nombre sagrado. Al combinarse entre ellas, superponiéndose y formando así ciertas figuras arriba y ciertas otras abajo, han dado origen a los cuatro puntos cardinales y a todas las formas e imágenes existentes».


    Aquí se puede inferir que esas 42 letras por las cuales fue  formado el mundo, tienen relación con la 42 etapas del éxodo, por las que se llega a la tierra prometida o «Jerusalem», tierra sin impurezas y definitiva.   También lo podemos relacionar con el tiempo transcurrido desde la muerte de Jesús en la hora sexta del viernes, ( las tres de la tarde), hasta el amanecer del domingo momento al que acude María Magdalena con otras mujeres para ungirle, y se encuentran la piedra movida.  Pues bien, si contamos 9 horas del viernes, más 24 horas del sábado más las 9 horas que aproximadamente podrían suponer la mañana del domingo, tenemos 42 horas en total.  Suponiendo que el amanecer del domingo fuera a las siete horas, serian 40 horas que también tendrían paralelismo con los cuarenta años en el desierto del Sinaí.

                   Árbol genealógico de Jesucristo según S. Mateo, con los 42 ascendientes

              Una relación simbólica con este número, lo encontramos también en las fechas litúrgicas y conmemorativas que se celebran en la Basílica del Pilar. Si contamos los días transcurridos desde la fecha de la colocación en tierra del "Pilar" y la aparición mariana a Santiago, 2 de Enero, hasta la festividad del Pilar, 12 de Octubre, comprobaremos que transcurren 10 meses lunares, es decir 42 semanas. Se puede inferir que se refiere al tiempo de gestación humana, y si como en muchas tradiciones este tiempo se cuenta desde la concepción y no desde la última regla, veremos que  median 42 semanas. Así tenemos que el 12 de Octubre se produce el nacimiento. No deja de testificarlo el  vientre de la imagen de la Virgen del Pilar que presenta el volumen de una recien parturienta. 




También podemos tomar un dato que no carece de dimensión significante y es que el tamaño de la imagen de la Virgen del Pilar, certificado por el tamaño de las cintas, es de 36 cm. de altura.  Esta cantidad  es la que corresponde al perímetro del canal del parto. Este es el camino por donde debe transcurrir el nuevo ser para su nacimiento.



 Podemos inferir de esto que María es la que pare a sus hijos espirituales a través de ese “Pilar” que hace las veces de “canal del parto”, para llevarnos a la visión de ese Sol del que está vestida.


        Y para terminar, si todas estas elucubraciones sobre el “segundo nacimiento” las vemos desde mí punto de vista y el de mis antepasados, que como "Vasallos de Santa María"podemos afirmar, como ya hizo Grignon de Montfort, que: «María es el molde viviente de Dios».  María ha formado a Jesucristo, Cabeza de los predestinados. Ella debe por tanto, formar a los Miembros de esta Cabeza que son los verdaderos cristianos.



      "María puede aplicarse con mayor razón que la que tenia San Pablo, las palabras: "Hijos míos, otra vez me causan dolores de parto hasta que Cristo tome forma en ustedes".    Solo en Ella se formo Dios como hombre perfecto, sin faltarle rasgo alguno de su divinidad y solo en Ella se transformo el hombre perfectamente en Dios.   
 
 

         "Los escultores pueden hacer una estatua o busto perfectos de dos formas: Primera. atendiendo a su pericia, a su fuerza, a su ciencia y a la perfección de sus herramientas y trabajos sobre una materia dura; o Segunda. utilizando un molde. El primer procedimiento es largo, difícil y expuestos a muchos tropiezos; un golpe desafortunado del cincel o del martillo, basta con frecuencia para echarlo todo a perder. 




 El segundo método es en cambio, rápido, sencillo, suave, mas económico y menos fatigoso, siempre que el molde sea perfecto y represente con exactitud la figura a reproducir y que la materia utilizada sea maleable y no oponga resistencia a su manejo.  
       María es el molde maravillosos de Dios; quien se arroje en el y se deje moldear, recibirá todos los rasgos de Jesucristo.


Otro asunto que merece apuntarse es que existen varias circunstancias confluyentes en  la fundación de este Pilar el día 2 de Enero que lo hacen extraordinario. Empezaremos recordando que el Pilar se fundó a la orilla del río Ebro por un hebreo.  El termino hebreo eber (רבץ) además de caminar significa cruzar, atravesar, penetrar, analizar. La frase ןדריה רבץ Eber ha Iarden significa «al otro lado del Jordán». Otro significado de Eber es concebir, germinar, embarazar y hebraizar. Este término con una iod final designa al hebreo.
   Para entender estas relaciones es necesario profundizar en la semiología de esta palabra Eber, término que ya Caramuel relacionaba con Iberia y Ebro.  La Historia del Pueblo hebreo empieza con el Patriarca Abraham, porque. es el primero que la Biblia llama: Hebreo; "Abraham, el hebreo" se dice, en el capítulo 14 del Génesis.



 Solo a los descendientes de Abraham, se les llama hebreos. Esta palabra viene del nombre de Eber, que fue, según el texto, antepasado de Abraham.  Eber era descendiente de Shem, uno de los tres hijos de Noé. 
Como hemos dicho, eber o hebreo viene del verbo que significa pasar, atravesar. Según la tradición, los hebreos, y en particular Abraham, son los que han pasado el Jordán, y por esto están "separados" del resto del mundo. El mundo se encuentra a un lado del río y en el otro lado se hallan Abraham y los descendientes de Eber. También son los que atravesaron el Mar Rojo, dejando Egipto para marchar hacia la Tierra Prometida.


En el Evangelio, vemos que Jesús también está más allá del Jordán. De este modo, simbólicamente, los hebreos representan a los santos separados del resto del mundo. Por esto se dice que una cosa es "Santa", porque en lengua hebrea la palabra "Santo" quiere decir "separado" (del verbo kadosh: separar). El Santo es pues, etimológicamente, el que se encuentra separado.
 Como vemos, el hebreo bíblico es proclive a hacer juegos de palabras. Así, la palabra "Eber" no significa sólo "cruzar", sino también "impregnar". Impregnar, literalmente, equivale a introducir fluidos de un cuerpo en otro; pero también "empapar", mojar una superficie porosa hasta que no admita más líquido. Podemos pensar que Eber, es decir, "cruzar las aguas", podría hacer referencia a algo así como la "purificación por las aguas", o al "comienzo de una vida nueva".  Como es bien sabido, eso es lo que simbolizaría el rito del Bautismo. De tal forma que este término que también significa fecundar, hebraizar, no hace referencia aquí de una generación carnal, si no de una generación espiritual, siendo la narración histórica únicamente el soporte de esta enseñanza fundamental de la tradición hebrea.

     
Volviendo al análisis del patronímico EBER, ya hemos dicho que los hebreos eran conocidos como IBRI (ירבץ) literalmente "emigrantes", y es Santiago o segundo Jacob el que da nombre al “Camino de Santiago”. El nombre Jacob (בקעי) contiene el término talón (בקע), hace referencia a que  su hermano Esaú nació primero pero Jacob le siguió asido de su talón. (Gn. 25:22.26).  Esta historia nos sugiere que de alguna manera todo peregrinaje espiritual lo efectuamos con el talón en Tierra pero con la cabeza en el Cielo. Como en otra parte hemos venido relacionando el Pilar con Oriente no nos parecerá una digresión apuntar que la palabra “Tao”, literalmente “Camino”, se dibuja ideográficamente mediante un talón y una cabeza.  Recordemos también que  Dios renombró a Jacob como Israel después que este luchó contra un ángel, quedando como consecuencia de la pelea, la articulación de su muslo luxada. Génesis 32:23-30. Como hemos dicho y vemos el hebreo bíblico es proclive a hacer juegos de palabras, y podemos añadir que la palabra luxarse, dislocarse se escribe עקי, y esta tiene tres letras del nombre Jacob  בקעי, y de alguna manera también despertarse ץקי.



    Una de las hipótesis que  se deben explicar para entender la convergencia de tanta diversidad de símbolos en la Basílica del Pilar es que fue planificada por los Jesuitas y otros religiosos que como Caramuel tenían un interés por las culturas y lenguas extraeuropeas recientemente descubiertas. Estos nuevos pueblos eran bienvenidos y esperados en la Iglesia y por tanto esta Iglesia debería estar preparada para hablar en su lenguaje y con signos que para ellos fueran comprendidos y así mismo familiares. En Europa esta curiosidad por las nuevas culturas era co­mún a los sabios de entonces. Comienzan a surgir proyectos de creación de una lengua escrita universal. El primero de ellos de­bido al jesuita español Pedro Bermudo.   A partir de esta obra,  Juan Caramuel  trabaja durante el año 1656 en la creación de una gramática universal.


A principios de 1657 y en Roma  Juan Caramuel, entabla contactos con los eruditos y sabios re­sidentes en la ciudad. Uno de ellos con el famoso P.  Martino Martini (1614-1661), reemprende el estudio de la lengua china. Este Padre, llegado de China dos años antes. entró en la Compañía de Jesús en 1639, y fue, luego, misionero en China, nombrado superior de la misión de Hangchow.  En 1651 es llamado a Roma para dar cuenta del estado en que se encontraba la situación religiosa y militar en China. Gran conocedor de la geografía e historia chinas, publicó sobre estos temas varios libros.
Caramuel con la ayuda del P. Martini compone una gramática y diccionario de términos de esta lengua, con transcripción fonética al latín y con su significado en por­tugués.


El estudio de la escritura china -escritura ideográfica más que vocálica-, le sugiere la idea de reemprender sus estudios so­bre la formación de una ideografía o lengua escrita universal. Su primera obra sobre el tema, la Steganographia (1635) consti­tuía los primeros buceos en las formas ocultas y universales de comunicación mediante caracteres escritos. Y, en este sentido, era de la opinión de que entre los cabalistas había muchas cosas apro­vechables. Esta es la idea ya expresada en el Brevissimum totius Cabalae Specimen (1643) y que vuelve a señalar ahora en el Cabalae theologicae excidium. Caramuel expone que: «La Cábala no significa, en rea­lidad, otra cosa que «interpretación muy profunda del sentido secreto de la Sagrada Escritura.


     En 1657 publica: Cabalae Grammaticae Specimen. Y también en relación con la lengua he­brea  y con lo que venimos tratando sobre la Basílica del Pilar, cabe reseñar la obra Hebraeus Iberus, obra conservada manuscrita y  firmada en el año 1635. Juan Caramuel busca una lengua universal que permita comunicarse entre los diferentes pueblos y con los ángeles, es decir acceder mediante ella a un conocimiento de las “Ideas”.  


Pilar (dyed) que representa la columna vertebral de Osiris, de la tumba de Nefertari. En la base de la columna se encuentra el "os sacrum", hueso sacro o sagrado. Los antiguos judios afirmaban que le resurrección del cuerpo empezaría específicamente a partir del sacro.


      El Hebraeus Iberus es un curioso opúsculo dividido en tres libros. En el primero expone que el ibero, la vieja lengua hispana, es la lengua prediluviana, compuesta por Adám y hablada por los patriarcas. Lengua preservada de la confusión de Babel y la única que se hablará en el cielo después de la Resurrección. En el segundo «demuestra con evidencia» que el español no se distingue en esencia del hebreo. Las gramáti­cas de ambas lenguas se atienen a las mismas reglas concernientes a las conjuga­ciones, declinaciones, sintaxis, etc. El tercero sostiene que las mismas raíces de los vocablos son comunes a ambas lenguas. Cabe concluir, pues, la identifica­ción de ambas. La lengua hebrea - española (ibera) es la lengua del cielo, la len­gua de los ángeles y de los bienaventurados.