miércoles, 7 de diciembre de 2011

Atenea y Hefesto


 Atenea y Hefesto versus Arte y Ciencia

Píndaro  comenta que Hefesto abrió la cabeza de Zeus con su hacha minoica de doble hoja, el labrys, y que Atenea saltó de la cabeza completamente adulta «y llamó al ancho cielo con su claro grito de guerra.


 En su diálogo Crátilo, el filósofo griego Platón comenta la etimología del nombre de Atenea, a partir del punto de vista de los antiguos atenienses:
“Éste, amigo mío, tiene más peso. Ahora bien, parece que los antiguos tenían sobre Atenea la misma idea que los actuales entendidos en Homero. Y es que la mayoría de éstos, cuando comentan al poeta, dicen que Ate­nea es la responsable de la inteligencia (nous) misma y del pensamiento (dianoia). Conque el que puso los nombres pensaba, según parece, algo similar sobre ella; y, lo que es más importante, queriendo designar la «inteligencia de dios» (theoû nóēsis), dice —más o menos— que ella es la «inteligencia divina» (Theonóa), sirviéndose de la ‘a’ de otros dialectos, en vez de la ‘e’, y eliminando tanto la ‘i’ como la ‘s’. Y aun quizá ni siquiera por esta razón, sino que la llamó Theonóē en la idea de que ella, por encima de los demás, «conoce» (nooúsēs) las «cosas divinas» (tà theîa). Claro que tampoco es disparatado que quisiera también designar Ethonóē a la «inteligencia ética» (tōi éthei nóēsis), en la idea de que la diosa es esto. Y, ya sea él o algún otro, la llamaron después Athēnáa transformándolo en un nombre más bello, según creían ellos”.
Así pues, para Platón su nombre procedía del griego θεονόα Atheonóa, que los griegos racionalizaron como la mente (nous) de la deidad (theos).


En la mitología griega, Hefesto (en griego φαιστος Hêphaistos, quizá de φαίνω phainô, ‘brillar’) es el dios del fuego y la forja, así como de los herreros, los artesanos, los escultores, los metales y la metalurgia. Era adorado en todos los centros  artesanales de Grecia, especialmente en Atenas.
Hefesto era feo, lisiado y cojo. Incluso se dice que, al nacer, su madre Hera lo vio tan feo que lo tiró del Olimpo. Tanto es así, que caminaba con la ayuda de un palo y, en algunas vasijas pintadas, sus pies aparecen a veces del revés. En el arte, se le representa cojo, sudoroso, con la barba desaliñada y el pecho descubierto, inclinado sobre su yunque, a menudo trabajando en su fragua.  

La fragua de Vulcano, de Velázquez (Museo del Prado, Madrid).

 En  el pensamiento griego los destinos de Atenea, diosa de la sabiduría y la guerra y Hefesto, dios de la forja que fabricaba las armas de la guerra estaban relacionados. Hefesto y Atenea Ergane (como patrona de los artesanos) se honraban en una fiesta llamada Calceia en el trigésimo día de Pianepsio. Hefesto también fabricó muchos de los pertrechos de Atenea.



Se cuenta que Hera, mortificada por haber parido tan grotesca descendencia, lo arrojó del Olimpo. Hefesto cayó al mar, donde  dos diosas del mar, la nereida Tetis y la oceánide Eurínome, lo recogieron y lo cuidaron en la isla de Lemnos, donde creció hasta convertirse en un maestro artesano.

Tras haber fabricado tronos de oro para Zeus y otros dioses, Hefesto se vengó, de la exclusión sufrida, elaborando un trono mágico de diamante  que envió como regalo a Hera. Cuando ésta se sentó en él, quedó atrapada, incapaz de levantarse. Los demás dioses rogaron a Hefesto que volviese al Olimpo y la liberase, pero él se negó, enfadado aún por haber sido expulsado. Intervino entonces Dioniso, quien emborrachó a Hefesto y lo llevó de vuelta al Olimpo a lomos de una mula. Hefesto, contrariado por la treta y dueño de la situación, impuso severas condiciones para liberar a Hera, una de las cuales fue contraer matrimonio con Afrodita.


En el panteón olímpico, Hefesto estaba formalmente emparejado con Afrodita, a quien nadie podía poseer. Hefesto estaba contentísimo de haberse casado con la diosa de la belleza y forjó para ella hermosa joyería, incluyendo un cinturón que la hacía incluso más irresistible para los hombres.
Sin embargo, Afrodita se entregaba en secreto a Ares, el dios de la guerra, según se narra en la Odisea

Según la Ilíada  la forja de Hefesto estaba en el monte Olimpo, pero lo habitual era situarla en el corazón volcánico de la isla egea de Lemnos.  
 Platón identificó a Atenea, patrona de Atenas, con la diosa egipcia  Neith, patrona de la sabiduria, del tejido e inventora.  
De alguna manera la relación entre Atenea, Hefestos y Afrodita, podría representar la unión de la idea la habilidad y la belleza.


En la producción de cualquier cosa hecha con arte, o en el ejercicio de cualquier arte, están implicadas simultáneamente dos facultades, respectivamente  imaginativa y operativa. La primera consiste en la concepción de alguna idea en una forma imitable, y la segunda, en la imitación de ese modelo invisible en un material determinado, que es, así, informado. La imitación tiene, por consiguiente, un doble aspecto: por una parte, el trabajo del intelecto (nous) y, por otra, el de las manos (cheir).   Estos dos aspectos de la actividad creadora corresponden a los "dos en nosotros", esto es, nuestro Sí espiritual o intelectual y nuestro Ego sensitivo y psicofísico, trabajando juntos (synergo). La integración de la obra de arte dependerá de la medida en que el Ego pueda y quiera servir al Sí, o, si el patrón y el operario son dos personas distintas, del grado de su entendimiento mutuo.


La naturaleza de estas dos facultades, que son respectivamente la causa formal y la causa eficiente de la producción de obras de arte, se define claramente en la relación que hace Filón de la construcción del Tabernáculo: "Esta construcción le fue claramente explicada a Moisés en la Montaña por declaraciones divinas. Él vió con el ojo del alma las formas inmateriales (ideai) de las cosas materiales que había que hacer, y esas formas tenían que ser reproducidas como imitaciones sensibles, por decirlo así, del gráfico arquetípico y de los modelos inteligibles.     San Buenaventura, quien señala que "la obra de arte procede del artista con arreglo a un modelo existente en la mente; el artista descubre (excogitat = cintayati) antes de producir, y luego produce según ha predeterminado. Es más, el artista produce la obra externa con la mayor semejanza posible al modelo interior".  
La obra de arte es, pues, un producto a la vez de la sabiduría y el método, o la razón y el arte (sophia o Logos, y techne) .


 Reconocemos que para que algo esté hecho "bien y fielmente" es indispensable la cooperación de las manos como causa eficiente y el intelecto como causa formal. El propósito de este texto  es  apuntar sobre el hecho de que estas ideas encuentran expresión mitológica en términos de la relación entre Atenea y Hefesto, siendo la primera la diosa de la Sabiduría que surgió de la cabeza de su padre Zeus, y el segundo, el titán herrero cuyas maravillosas obras son producidas con la ayuda de Atenea como coadjutora en sinergia (syntechnos).


Atenea y Hefesto "comparten una naturaleza común al haber nacido del mismo padre" y viven juntos en un santuario (hireon) común o, por decirlo así, en la misma casa:   ella es la "mente de Dios" (he theou noesis, o nous), y es llamada también Theonoe, y él es "el noble vástago de la luz".  De ellos derivan todos los hombres sus conocimientos de las artes, ya sea directa o indirectamente.
 De esta manera es Atenea la que inspira lo que Hefesto efectúa.  
Por otra parte, cuando el "mecánico meramente productivo"   que no comprende lo que está haciendo, por muy industrioso que sea, sólo realiza la operación servil, su servicio se convierte en una cuestión de mera "labor imperita"  y él es reducido a la condición del simple esclavo que recibe dinero de un amo,  o de simple "mano" más bien que del arquitecto o amante de la sabiduría.  Ésta es precisamente la situación del moderno obrero del trabajo en cadena, en quien el sistema industrial, ya sea capitalista o totalitario, ha separado a Atenea de Hefesto.

  Podemos encontrar cierta relación entre metis griega y mâyâ hindú. Tanto en la Ilíada como en las Odas olímpicas de Píndaro,  podemos encontrar correlaciones entre  el griego technais  y el hindú mâyâbhih.  Metis como persona es la primera mujer de Zeus, renacida de su cabeza como Atenea.  La historia sagrada implica que "el dios principal siempre tiene dentro de sí a la Sabiduría."  


Estas consideraciones nos ponen ante un punto de vista que permite juzgar el arte y las manufacturas de nuestra época, en la que:
" La validación del éxito en función de las apariencias externas se ha convertido en el objetivo de nuestra civilización. En este sistema de valores las relaciones humanas adoptan los valores del vendedor ... Bajo estas condiciones, los hombres en todas partes se vuelven desagradables, brutales y crueles ... A menos que consiga librarse de la degradante tiranía de esta esclavitud a que le somete la religión de la economía, el hombre occidental está ciertamente condenado a la autodestrucción, tal como indican todos los presagios"   Hay dos actitudes: la del negociante, según la cual "por mucho... que las personas sufran, hay que dar vía libre al progreso en conformidad con la empresa industrial de la civilización" (Sir George Watt, en Indian Art at Delhi, 1912), y la del humanista, según la cual "por mucho que un sistema económico consiga crear riqueza, será inestable y demostrará ser un fracaso si durante este proceso causa sufrimiento a los hombres o del modo que sea les impide desarrollar una vida de plenitud" (Bharatan Kumarappa, ibid., p. 112).
Así pues, elijamos entre ambas. Debiendo, claro está, tener la cabeza hendida para que entren las ideas y los pies cojos para no salir del taller.


Este escrito esta extraido en parte del Crátilo de Platón y de un artículo de Ananda Coomaraswamy* 
* Athena and Hephaistos fue publicado en The Journal of yhe Indin Society of Oriental Art, vol. XV, 1947. Es el útimo artículo que escribió Ananda K. Coomraswamy. Trad. Esteve Serra, José J. de Olañeta, Ed., Ediciones de la Tradición unánime, Sophia Perennis,7, Barcelona, 1983.

sábado, 3 de diciembre de 2011

Marta Robin: una mística del siglo XX


                             Marta Robin      
  
                      «Dios es el Señor de todas las almas y, para cada uno,    
                                                             Señor de todos los días».
                                Marta ROBIN. Châteauneuf-de-Galaure. 1930.
       Se llamaba Marta Robin y este año se cumplen treinta años de su muerte. Era una casi analfabeta campesina francesa de la Drôme, junto a los Alpes. Su mayor talento era el de bordar. 

Vivió 50 años postrada en cama sin comer ni beber ni dormir; sólo se alimentaba de la Eucaristía. La Ciencia nunca pudo dar una respuesta sensata a las manifestaciones que tenía esta campesina francesa


                  Murió en 1981, de modo que hace ahora treinta años que nos dejó. Su muerte pasó tan desapercibida como el aniversario que se acaba de cumplir  El filósofo Jean Guitton manifestó un entusiasmo por esta mujer en la biografía que  escribió, Retrato de Marta Robin. 
  Marta entregaba su alma a Dios, a los 79 años de edad, después de vivir los últimos cincuenta y tres paralizada en una cama, cincuenta y dos padeciendo los estigmas del Señor y los cuarenta y dos finales, ciega. Todo aquel tiempo lo pasó sin comer ni beber, en un sacrificio deliberado, ofrecido de modo voluntario y expiatorio. Pero no le costaba gran esfuerzo: “Tengo deseos de gritar a los que me preguntan si como, que yo como más que ellos, pues me alimento en la Eucaristía de la sangre y la carne de Jesús. Tengo deseos de decirles que son ellos quienes impiden en sí los efectos de este alimento”.
Lo cierto es que Marta no podía tragar la hostia que ponían sobre su lengua. La absorbía sin comerla, produciendo unos efectos espirituales inmediatos sobre ella: “Es como si un ser vivo entrase en mí”.



 Mantenía una espiración inapreciable, además

no podía moverse. En lo que parece corresponderse con un fenómeno muy peculiar de catalepsia, los miembros, de cadavérica rigidez, se extendían a lo largo del tronco. Idéntica parálisis afectaba a su cabeza y a sus piernas. Las cortinas -frente al camastro de ciento diez centímetros- siempre estaban echadas, porque Marta, pese a su ceguera, no soportaba la luz. Su postura era siempre la misma: levantada la cabeza sobre dos almohadones, la mano derecha sobre el abdomen y las piernas dobladas y arqueadas. Jamás salió de allí, su hogar paterno.
 Los síntomas de su enfermedad se manifestaron de modo terrible desde el primer momento; las mejoras y las recaídas se sucedieron ininterrumpidamente, durante un periodo de diez años. Marta luchó contra el mal largo tiempo, pero cesó en su oposición cuando comprendió que la enfermedad la uniría a Cristo.
 Muy pronto, en octubre de 1930, se le produjeron los estigmas de Jesús en pies y manos, en la cabeza -como reflejo de la coronación de espinas- e incluso en el costado derecho. Muchas noches, las llagas comenzaban a sangrarle de modo espontáneo, y los jueves Marta vivía la pasión de Cristo.  


 Durante décadas, Marta recibió un increíble número de visitas en su habitación. Se calcula que no menos de cien mil, lo cual arroja una inmensa cantidad de personas que pueden testimoniar lo misterioso de lo que allí sucedía. Naturalmente, muchos se acercaban para ver al ‘monstruo de feria’, sin más interés que el del exotismo. Ella recordaba que “no era una pitonisa ni una echadora de cartas”.
 Esta mujer, a pesar de su estado, no tuvo nunca ningún  desvarío. 

 Muchos vecinos acudian para consultarle todo tipo de cuestiones. Los niños subían por los laterales de su cama. Ella siempre se ofreció para escucharlos a todos. Probablemente por eso desarrolló en 1936 los Foyers de Charité, extendidos hoy por unos setenta países, que organizan retiros espirituales y ayudan a los presos y a los misioneros en su labor por los cinco continentes. No en vano, uno de aquellos vecinos que solían acudir hasta su cama con cierta asiduidad reflexionaba que en aquella habitación “no existían los problemas, solo las soluciones.


    
Por supuesto, no faltaron políticos, pensadores y médicos, algunos de estos descreídos o ateos, que trataban de descubrir en qué podía residir la impostura de aquella mujer de la que se decía que ni comía ni bebía ni dormía, pues aquello era, sencillamente, imposible. Trataban entonces de diagnosticar algún género de locura, daño psicológico, enfermedad mental de cualquier género, en fin, pero se iban con las manos vacías; convencidos de la absoluta ausencia de desvarío en la mujer porque, como escribió Guitton, “cada uno en aquella habitación se sentía unido a sí mismo, a los otros y a Dios”.
   Siempre inmóvil, recostada en una cama de metro diez, con un par de almohadones que elevaban su espalda y sujetaban la cabeza, y con la mano derecha sobre la barriga. Las piernas en forma de M mayúscula, vueltas sobre sí misma y los muslos ligeramente doblados sobre la pelvis. 
Sin probar en todo el día ni comida ni bebida. Sin dormir ni poder ver. Vivía en una permanente oscuridad. 


Su trabajo era «recibir», y sus visitas apenas vislumbraban su cara. Marta Robin era sobre todo voz. Quienes la conocieron dicen de ella que modulaba gran cantidad de sonidos. Su voz podía pasar con gran facilidad de infantil, juguetona, tímida, dulce o melosa, a firme, voluminosa o directa. Lo que más sorprendía a los visitantes era ese cambio, a veces, brusco, del registro de voz. 

 

   Muchos la definieron como mística. Una «Catalina Emmerich» del siglo XX. Una mujer capaz de hacer coincidir en su persona el cielo y la tierra.  
 Entre las miles de visitas que recibió Marta muchas tenían un ingrediente detectivesco. ¿Cómo logrará vivir esta mujer sin comer, ni beber y sin dormir ni un solo día en años?, ¿quién avitualla clandestinamente a esta mujer?, ¿dónde está el truco de esta gran ilusionista? Un caso tan extraordinario era normal que atrajera a tantos curiosos y que interpelara a creyentes y no creyentes. Decenas de médicos, muchos de ellos ateos, pasaron por su habitación para diagnosticar una locura, un estado de ansiedad desproporcionado o cualquier otro tipo de enfermedad mental. Pero nada de nada. La ciencia no fue capaz de explicar que le pasaba a esta pequeña campesina.

 



 En otro momento comentó: «Tengo deseos de gritar a los que me preguntan si como, que yo como más que ellos, pues yo me alimento en la Eucaristía de la sangre y la carne de Jesús. Tengo deseos de decirles que ellos impiden en sí los efectos de este alimento. Bloquean sus efectos». 

 El jueves revivía la Pasión de Cristo
 El jueves era el otro día «grande» para Marta. Revivía semanalmente la Pasión. Sus ojos comenzaban a llorar sangre, uniéndose así a las llagas de sus manos, pies y costado que tampoco cesaban de expulsar líquido durante todas las noches de la semana. 

A las veintiuna horas, con la puntualidad que marca un reloj, comenzaba a murmurar débilmente: «Padre mío, Padre mío, que se aparte de mí este cáliz, pero que se haga tu voluntad». A continuación se producía como un gemido o una melopea melódica en tres notas, que, según los presentes, «podía compararse a los pequeños gritos que da un recién nacido». 

 

La Pasión contada por el sacerdote que le atendía
 El Padre Finet, fiel colaborador de Marta, y testigo de esta Pasión semanal, cuenta su experiencia: «Yo volvía el viernes hacia las dos de la tarde. Para reproducir las tres caídas de la Pasión, Marta había sido movida. Yo la tornaba a su posición; ponía su cabeza en la almohada. Esa cabeza caía sobre el cojín, donde ordinariamente había un chal blanco. Añadiré que, en el momento de la estigmatización, a comienzo de octubre de 1930, Jesús, no sólo la marcó aquel día con los estigmas en los pies, las manos y el costado derecho, sino que además le encasquetó su corona de espinas profundamente en la cabeza, y Marta se puso a sangrar no sólo de los pies, manos y costado, más igualmente en toda su cabeza; y comenzó a verter cada noche lágrimas de sangre. Fue en ese momento cuando Jesús le dijo que la había elegido para que ella viviera su pasión más que nadie, después de la Virgen, y que nadie después la viviría más totalmente. 

Jesús añadió que cada día aumentaría más su sufrimiento y que, por esto, no dormiría jamás durante la noche». 

 Volved con nosotros
 A la hora que llegaba el Padre Finet, el viernes, se cerraba el ciclo de la Pasión. Marta, que hasta el momento había lanzando continuos gemidos de dolor, cesaba sus quejidos y repetía las palabras de Jesús en la Cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu». En ese momento daba un profundo suspiro para quedarse completamente inmóvil, sin apenas respiración. Tras dos horas como muerta, Marta volvía a gemir. Esos gemidos se prolongaban hasta la tarde del lunes. A partir de ahí, y hasta el martes, Marta entraba en un éxtasis del que salía con dificultad y con ayuda del Padre Finet: «Hija mía, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, por María, madre nuestra, os lo ordeno: volved a nosotros». 


Marta Robin a las pocas horas de fallecer en su lecho, su rostro sereno


 Sufrimientos morales, sobre todo
 Marta solía comentar que sus sufrimientos físicos no podían compararse con los padecimientos que sentía en el orden moral. La Pasión de los viernes era para ella como una entrada en las tinieblas que le provocaba una gran desolación. De alguna manera sentía que representaba a la humanidad del siglo XX que había oficializado la ruptura con Dios, y experimentaba en su propio ser ese abandono.

 Una historia ocultada
 Al morir Marta en 1981, pocos fueron los que se enteraron, y menos la prensa. Otra historia ocultada. Lo extraordinario de su caso lo dejó dictado: «Mi ser ha sufrido una transformación tan misteriosa como profunda. Mi felicidad es divina. Y, ¡cuánta agonía de la voluntad para morir a mí misma! Jesús se hacia tan tierno para un alma sangrante, tomando sobre él todo lo penoso de la prueba, dejándome el mérito de seguirle sin resistencia».



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