viernes, 16 de marzo de 2012

"Los Dos Paraísos"


Los dos Paraísos
Frithjof Schuon

  La noción vedántica de la «Liberación» (moksha, mukti) evoca con razón o sin ella la imagen paradójica de un rechazo del Paraíso y de una elección de la Unión suprema, la cual parece implicar, según ciertas formulaciones, la disolución del individuo y la identificación del Intelecto-núcleo con el Sí. Si esta finalidad se presenta como el objeto de una opción estrictamente humana, se objetará con razón que el indi­viduo no puede tener motivo para escoger otra cosa que su propia super­vivencia y su propia felicidad; el resto es pretensión y especulación libres­ca, y por consiguiente no tiene ninguna relación con la noción vedántica de la que se trata.
Para entrar en materia, conviene retener en primer lugar los dos puntos siguientes: primero, la idea de «Liberación» o de «Unión» corres­ponde a una evidencia metafísica, cualesquiera que puedan ser las inter­pretaciones pedantescas o extravagantes que eventualmente alteren su sentido; a continuación, hay en el hombre dos sujetos -o dos subjetivi­dades- sin medida común y con tendencias opuestas, aunque haya tam­bién coincidencia desde cierto punto de vista. Por un lado, está el anima o el ego empírico, que está tejido de contingencias tanto objetivas como subjetivas, tales como los recuerdos y los deseos; por otro, está el spiri­tus o la Inteligencia pura, cuya subjetividad está arraigada en el Absolu­to y que por ello no ve en el ego empírico más que una corteza, o sea algo exterior y ajeno al verdadero «yo mismo», o más bien al «Sí mismo» a la vez trascendente e inmanente.*
Ahora bien, si bien es indiscutible que el ego humano desea nor­malmente la felicidad y la supervivencia en la felicidad, de modo que no puede tener motivos para desear más, es igualmente cierto que la Inteligencia pura existe y que su naturaleza es tender hacia su propia fuente; toda la cuestión es saber, espiritualmente hablando, cuál de las dos subjetividades predomina en un ser humano. Se puede negar con razón que la elección de lo supraindividual tenga un sentido para el indi­viduo como tal, pero no se puede negar que hay algo en el hombre que supera a la individualidad y que puede prevalecer sobre las aspiraciones de ésta, para tender hacia la plenitud de su propia naturaleza trascen­dente.
Prevalecer sobre las aspiraciones de ésta, decimos, y no suprimirlas totalmente; aquí tocamos otro aspecto del problema, y no de los meno­res. Cuando se habla tradicionalmente de una «disolución» o de una «extinción» de la individualidad, se piensa en las limitaciones privativas del ego, pero no en su propia existencia; si no hay ninguna medida común entre el ego del «liberado en vida» (jivan-mukta) y la realidad espiritual de este último -de modo que se puede decir de él que «es Brahma» sin tener que negar que es determinado hombre-, la misma inconmensurabilidad y junto a ella la misma compatibilidad, o el mismo paralelismo, se presentan en el más allá; si no fuera así, habría que con­cluir que los Avatáras han desaparecido del cosmos, lo cual nunca ha sido admitido tradicionalmente. Cristo «es Dios», lo que no le impide en absoluto decir: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso», ni predecir su retor­no al final del ciclo.

El mundo es el plano de los fenómenos o de las contingencias; el ego ordinario, el anima, forma parte, pues, del mundo y se sitúa «en el exterior» para aquel que es capaz de considerarlo a partir del spiritus, el cual por definición pertenece al Spiritus Sanctus; y esto no podría ser cosa de ambición o afectación, sino que es una cuestión de comprensión real y de perspectiva innata. Esto quiere decir que la subjetividad puede concebirse, o realizarse, según tres grados, que corresponden precisa­mente al ternario corpus, anima, spiritus: el primer grado es el de la ani­malidad, aunque sea humana; el segundo es el del microcosmo de sueño, en el que el sujeto ya no se identifica únicamente con el cuerpo, sino con ese espejismo siempre creciente que es la experiencia imaginativa y sentimental; el tercer grado es el de la pura Inteligencia, la cual es la huella, en el hombre, del Sujeto único y «trascendentalmente inmanen­te». El alma es el testigo interior del cuerpo, como el espíritu es el tes­tigo interior del alma.
La naturaleza de la Inteligencia no consiste en identificarse pasiva y casi ciegamente con los fenómenos que registra, sino, por el contra­rio, reduciéndolos a sus esencias, en conocer a fin de cuentas Lo que conoce; al mismo tiempo, el sabio -precisamente porque su subjetivi­dad está determinada por la Inteligencia- tenderá a «ser Lo que es» Y a «gozar de Lo que goza», lo que nos lleva al ternario vedántico «Ser, Conciencia, Beatitud» (Sat, Chit, Ananda). No hay en realidad más que una sola Beatitud, como no hay más que un solo Sujeto y un solo obje­to; los tres polos se encuentran unidos en el Absoluto, y separados en la medida en que el Absoluto se introduce en la relatividad, según el mis­terio de Máyá; el resultado de este descenso es precisamente la diversi­ficación de los sujetos, los objetos y las experiencias. Objeto, Sujeto, Feli­cidad: toda nuestra existencia está tejida de estos tres elementos, pero en modo ilusorio; el sabio no hace otra cosa que el ignorante, es decir, vive de estos tres elementos, pero lo hace en dirección a lo Real, que es el único Objeto, el único Sujeto, la única Felicidad.
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                    Cuando se dice, en el Sufismo, que «el Paraíso está poblado de ton­tos»,* hay que entender: de sujetos apegados a los fenómenos más que al Sujeto único, que es su propio Objeto y su propia Beatitud. Todas las sentencias paradójicas que se refieren a la distinción entre los «salvados» y los «elegidos» deben entenderse ante todo como metáforas que afir­man determinado principio o determinada tendencia; la paradoja viene del hecho de que la imagen es ingenuamente humana, luego psicológi­ca, mientras que el principio en cuestión no tiene ninguna medida común con la psicología. Dos subjetividades, dos lenguajes: todo el enigma del esoterismo está ahí. Una doctrina es esotérica en la medida en que apela a la «subjetividad interior» y, por ello, deja de lado a la «subjetividad exterior»; en cambio, es exotérica en la medida en que acepta al ego empírico como un sistema cerrado y una realidad absoluta, limitándose a someterlo a prescripciones igualmente absolutas. Para los sufíes, la ates­tación de que no hay divinidad si no es la única Divinidad es esotérica por el hecho de que excluye a fin de cuentas la egoidad exterior; «a fin de cuentas», es decir, cuando es comprendida «sinceramente» (mukh­liran), luego totalmente. La expresión tradicional «conocedor por Dios» (`árif bi-Lláh) -y no «conocedor de Dios»- es característica a este res­pecto: la preposición «por» indica precisamente la subjetividad casi divi­na en la pura intelección.
          El ego exterior se nutre por definición de los fenómenos, es por consiguiente profundamente dualista; a él le corresponde la religión revelada y objetiva, cuyo Mensajero es un personaje histórico determinado. El ego interior mira hacia su propia Fuente a la vez trascendente e inmanente; a él le corresponde la religión innata y subjetiva,* cuyo Avatára es  el corazón; sabiduría de hecho inaccesible sin el concurso de la religión objetiva y revelada, del mismo modo que el ego interior es inaccesible sin el concurso del ego exterior santificado.
La cristalización de la verdad metafísica en fenómeno religioso, luego dogmático, es consecuencia del principio de individuación: al caer en la atmósfera humana, la Verdad divina se coagula y se individualiza, se con­vierte en un punto de vista y se personifica, de modo que es imposible conciliar una determinada forma religiosa con otra en el propio plano de esta personificación; esto es tan imposible como cambiar de ego huma­no, aunque sepamos perfectamente que el ego de los demás no es más ilógico ni menos legítimo que el nuestro. En cambio, este paso de una forma a otra, o sea de una subjetividad metafísico-mística a otra, es siem­pre posible remontándose hasta la fuente de las coagulaciones religio­sas, que pertenece precisamente a la Subjetividad universal o, si se pre­fiere, a la Inteligencia en sí; el hombre tiene acceso a ella, en principio o también de hecho, en la pura intelección; ésta es la subjetividad a la que concierne la «Liberación» en el sentido vedántico del término.
Cuando los sufíes desdeñan el Paraíso, no queriendo más que a Dios, es evidente que en este caso consideran el Paraíso en cuanto es creado, luego en cuanto es «otro que Dios», y no en cuanto es divino por su substancia y su contenido, independientemente del grado exis­tencial; esto es tan cierto que los sufíes hablan con perfecta lógica del «Paraíso de la Esencia», el cual precisamente se sitúa más allá de la crea­ción. De un modo análogo, si los sufíes a veces parecen rechazar las obras o incluso las virtudes, es que entienden: estos valores en cuanto parecen «míos», no en cuanto pertenecen a Dios; o también, cuando cierto sufí afirma que para él el bien y el mal son igualmente indife­rentes, esto significa que los considera desde el punto de vista de su común contingencia, que a su vez se considera un «mal» con respecto a ese único «bien» que es la absolutidad. Si comparamos el bien a la luz y el mal a una piedra opaca, el hecho de blanquear la piedra no la trans­forma en luz; la piedra puede tener rayas blancas y negras a título de «bien» y de «mal», pero no por eso dejará de ser, por su opacidad y su pesadez, una especie de «mal» con respecto al rayo luminoso.
          Los dos sujetos humanos, el exterior o empírico y el interior o intelectivo, corresponden analógicamente a los dos aspectos del Sujeto divi­no, el ontológico o personal, y el sobreontológico o impersonal; en el hombre, como in divinis, la dualidad sólo es perceptible, o sólo se actua­liza, en función del elemento Máyá." O también, para volver al ternario corpus, anima, spiritus: estas tres subjetividades reflejan respectivamente las tres hipóstasis -si es que este término se aplica aquí- Existencia, Ser, Sobre-Ser; al igual que Dios sólo es «absolutamente Absoluto» en cuanto Sobre-Ser, el hombre sólo es totalmente él mismo en el Intelec­to; mientras que el ego empírico se nutre de los fenómenos, el ego inte­lectivo los quema y tiende hacia la Esencia. Esta diferencia de principio no implica, sin embargo, una alternativa de hecho, precisamente porque no hay ahí ninguna medida común; la norma es aquí el equilibrio entre los dos planos, y no una deshumanización concretamente inconcebible.


La expresión paradójica de «absolutamente absoluto» requiere algu­nas explicaciones. Los teólogos ortodoxos distinguen en Dios, según Pala­mas, la Esencia y las Energías; error, dicen los católicos, pues la natura­leza divina es simple; nada de error, replican los ortodoxos, pues las leyes de la lógica no conciernen a Dios, que está más allá de ellas. Diálogo de sordos, concluimos nosotros, pues la lógica no impide en absoluto admitir que la naturaleza divina comprende Energías a la vez que es sim­ple; para comprenderlo basta con tener la noción de la Relatividad divi­na, que el sublimismo totalitario de los teólogos excluye precisamente, ya que hace incapaz de combinar las relaciones antinómicas que impli­ca en pura metafísica la naturaleza de las cosas. No puede haber sime­tría entre lo relativo y lo Absoluto; de ello resulta que, si bien, con toda evidencia, no existe lo absolutamente relativo, existe sin embargo un «relativamente absoluto», y éste es el Ser creador, revelador y salvador, el cual es absoluto para el mundo, pero no para la Esencia: el «Sobre­Ser» o el «No-Ser». Si Dios fuera el Absoluto en todo aspecto y sin nin­guna restricción hipostática, no podría haber contacto entre El y el mundo, y el mundo ni siquiera existiría; para poder crear, hablar, actuar, es nece­sario que el propio Dios se haga «mundo» en cierto modo, y lo hace mediante la autolimitación ontológica que da lugar al «Dios personal», siendo el mundo la más extrema y por lo tanto la más relativa de sus autolimitaciones. El panteísmo tendría razón a su manera si se limitara a este aspecto sin negar la trascendencia.
El exoterismo monoteísta pierde fácilmente de vista los aspectos de inclusividad, pero tiene la ventaja -y ésta es su razón de ser- de poner al hombre como tal frente a ese «Absoluto humano» que es el Dios crea­dor; sin embargo debe pagar el precio de esta simplificación, es decir, que los callejones sin salida teológicos -que los cristianos justifican median­te el argumento del «misterio» y los musulmanes mediante el argumen­to del «capricho» de Dios- atestiguan la necesidad de dar cuenta al mismo tiempo de la unidad de Dios y de la complejidad antinómica de la intervención divina en el mundo. Ahora bien, esta complejidad no puede explicarse por la unidad, se explica, por el contrario, por la rela­tividad in divinis, es decir, por la gradación hipostática con miras al des­pliegue creador; relatividad que no afecta a la unidad, como tampoco las dimensiones del espacio afectan a la unicidad del punto-centro ni a la homogeneidad del espacio total, que deriva de él y lo despliega.
Frente a la complejidad paradójica de lo Real metafísico, la situa­ción de las teologías es en suma la siguiente: en primer lugar, está el axioma de que Dios es lo Absoluto puesto que nada puede serle supe­rior; después, la constatación lógica de que en Dios hay algo relativo; por último, resulta de ello esta conclusión: desde el momento en que Dios es lo Absoluto, ese elemento aparentemente relativo no puede ser sino absoluto; el hecho de que esto es contrario a la lógica demuestra que la lógica no alcanza a Dios, el cual es «misterio» (Cristianismo) y «hace lo que quiere» (Islam). Ahora bien, hemos visto que la solución 'del problema descansa en dos puntos: objetivamente, el Absoluto es sus­ceptible de gradación, a menos que se quiera renunciar a hablar de él; subjetivamente, lo falible no es la lógica, sino la opacidad de nuestros axiomas y la rigidez de nuestros razonamientos. Sin duda, «Dios hace lo que quiere», pero es porque nosotros no podemos discernir en el plano fenoménico todos sus motivos; sin duda, Dios es «misterio», pero es a causa de la inagotabilidad de su Subjetividad, la única que es, en último término, y que sólo se aclara para nosotros en la medida en que nos engloba en su luz.
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Es plausible que el ego no sea completamente él mismo en la medi­da en que está determinado por los objetos, que son «no-yo»; el ego ver­dadero, el Sujeto puro, lleva su objeto en sí mismo, como la Esencia divi­na, la cual «tiende hacia su propio Centro infinito» -si esta imagen inadecuada es admisible-, mientras que el Ser tiende hacia la creación, pero evidentemente sin ser afectado por el mundo y sus contenidos. Es decir: a semejanza del Sobre-Ser, el sujeto-intelecto lleva su objeto en sí mismo; pero, a la manera del Ser, el ego empírico o psíquico tiene su objeto a la vez en sí mismo y fuera de sí mismo; y al igual que la Exis­tencia tiene su objeto fuera de sí misma, a saber, en las cosas existentes, también el ego sensorial tiene su objeto en el exterior y tiende hacia el exterior. Ahora bien, Dios puede ser a la vez Sobre-Ser, Ser e incluso Exis­tencia, si hablamos según Máyá, pues en definitiva el Sobre-ser no puede desplegarse. Lo contiene todo en Sí mismo en estado indiferenciado pero infinitamente real; el hombre, que está hecho a imagen de Dios, tiene no obstante la posibilidad de ser infiel a esta imagen, ya que no es Dios y es libre; al haber cometido esta infidelidad y llevarla en su naturaleza congénita, debe, para volver a ser teomorfo, tender hacia el Interior divi­no. El sujeto anímico debe hacerse independiente del sujeto corporal, y el sujeto intelectual debe hacerse independiente del sujeto anímico, en conformidad con esta enseñanza: «Quien intente salvar su vida, la per­derá; y el que la pierda, la conservará» (Luc., XVII, 33). Y también: «Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su alma, la pierde; y quien aborrece su alma en este mundo, la guardará para la vida eterna» (Juan, XII, 24 y 25).
                La «vida» o el «alma» que hay que sacrificar, lo repetimos, es el ego en cuanto núcleo pasional y no en cuanto simple subjetividad particu­lar; por eso el criterio de un grado espiritual no es la ausencia de la con­ciencia del «yo», que no puede producirse de manera habitual -de lo contrario, Cristo no habría podido moverse en el mundo-, sino la abo­lición del enmarañamiento pasional que tiene su base en el deseo, la ostentación y la ilusión óptica. La primera fase espiritual es el aislamiento, pues el mundo es el ego; la cumbre es «ver a Dios en todas partes», pues el mundo es Dios. Dicho de otro modo, hay una perfección espiritual en la que el contemplativo sólo percibe a Dios en el interior, en el silen­cio del corazón; y hay otra perfección, superior a la anterior y surgida de ella -pues la segunda sólo se concibe en función de la primera-, en la que el contemplativo percibe a Dios igualmente en el exterior,* en los fenómenos: en su existencia, después en sus cualidades generales, a continuación en sus cualidades particulares, e indirectamente incluso en las manifestaciones privativas. En esta realización no sólo el ego apare­ce como extrínseco -lo que tiene lugar también en la primera perfec­ción-, sino que el mundo aparece como interior al revelar su substan­cia divina, pues las cosas se vuelven casi translúcidas; a esta realización
a la vez irradiante y englobante aluden los sufíes cuando dicen con Shibli: «Nunca he visto nada sino a Dios».*
Pero «ver a Dios en todas partes» puede tener todavía un sentido más particular, que coincide en cierto modo con la comprensión del «len­guaje de los pájaros» y al mismo tiempo nos conduce al principio de que «los extremos se tocan»: es que la inteligencia que está penetrada por lo que es más interior puede gozar, como de un carisma, de la facultad de comprender al mismo tiempo las intenciones secretas de las cosas exte­riores, o sea de las formas de un modo del todo general.
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Hemos citado más arriba la frase de Cristo sobre la «vida»: los que quieren salvarla, la pierden, y los que la pierden voluntariamente, la salvan para la eternidad. Sin duda, esta enseñanza establece una pri­mera distinción, del todo general, entre los mundanos y los espiritua­les; pero se refiere igualmente, puesto que es sagrada y por lo tanto polivalente, a las dos subjetividades que estamos considerando particu­larmente, la fenoménica y la intelectual, o el «yo» empírico y el «sí mismo» trascendente. En este último caso, la noción de «perdición» debe transponerse, es decir, que se refiere simplemente a la situación ambigua del «psíquico»: mientras que el «pneumático» es salvado por su naturaleza ascendente, al ser su subjetividad intelectiva, el «psíqui­co» corre el riesgo de perderse en razón del carácter contingente y pasi­vo de su egoidad.
Pero está en la naturaleza de las cosas el que la subjetividad espi­ritual dé lugar a una solución intermedia, que es más sacrificial que inte­lectual y en la que el sujeto, sin ser la prolongación microcósmica del «Sí» shankariano, no se limita ya a ser el «yo» empírico; ésta es la sub­jetividad heroica de la vía de Amor, la cual se arranca de los fenómenos sin no obstante poder integrarse en el Testigo a la vez trascendente e inmanente. Entonces es un rayo de Misericordia lo que entra en la sub­jetividad separada del mundo: privada del «yo» mundano, el alma inmor­tal vive a fin de cuentas de la Gracia que la sostiene y la adopta.
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La distinción entre las dos subjetividades, por ser esencial, no puede dejar de aparecer en el seno de una tradición espiritualmente integral; aunque no conociéramos a un Maestro Eckhart, deberíamos admitir, sin embargo, que dicho punto de vista no está ausente en el Cristianismo. El Maestro Eckhart, con la audacia que le caracteriza, rogaba a Dios que le liberara de Dios, especificando que esto se aplica a Dios en cuanto origen de las criaturas y que nuestro ser esencial está por encima de Dios considerado de esta manera; «la Esencia de Dios y la esencia del alma son una sola y misma cosa», decía, proporcionando así la clave del enig­ma.*  Esta expresión indica una reciprocidad compensatoria entre lo Abso­luto y lo relativo o entre Atmá y Máyá: pues al misterio de incomensurabilidad (Islam: Lá ilaha illá 'Lláh) se une el misterio compensa reciprocidad (Islam: Muhammadun Rasúlu I,láh), es decir, que hay en Atmá un punto que es Máyá, y es el Ser o el Dios personal, mientras que hay en Máyá un punto que es Atmá, y es el Sobre-Ser o la Esencia divina  presente en el Intelecto; es la absolutidad inmanente en lo humano. Nos encontramos aquí una vez más con el simbolismo del Yin-Yang- la parte blanca incluye un punto negro, y la parte  negra un punto blanco. El hecho de que el hombre pueda concebir la limitación  del Ser con respecto al puro Absoluto demuestra que puede en principio, realizar este Absoluto y superar así la Legislación que emana del Ser, a saber, la religión formal; en principio, decimos, y raramente de hecho, de lo contrario las religiones no existirían.
«Si yo no fuera, Dios tampoco sería», dice también el Maestro Eckhart, lo que queda aclarado a la luz de la doctrina que acabamos de exponer; * y tiene cuidado de recomendar, para los que no comprendan esta «verdad desnuda que ha salido del propio corazón de Dios», «se calienten la cabeza», pues sólo la comprende aquel que «le es semejante». Esto quiere decir que la doctrina de la Subjetividad suprema exige una predisposición providencial para recibirla; decimos una «predisposición» más que una «capacidad», pues la causa principal de una prensión metafísica no es tanto una incapacidad intelectual congénita como un apego pasional a conceptos conformes al individualismo natural del hombre. Por una parte, la superación de este individualismo  predispone a dicha comprensión; por otra, la metafísica total contribuye a esta superación; toda realización espiritual tiene dos polos o dos puntos de partida, uno que se sitúa en nuestro pensamiento y otro que en nuestro ser.


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La sura «El Clemente» (Ar-Rahmán) atribuye a «aquel que 1 do la Estación de su Señor» dos jardines paradisíacos, y después menciona todavía dos jardines más; según los comentadores, los dos primeros jardines están destinados respectivamente a los hombres y a los djinns*  o también, según otros, a todo creyente, pero sin que se explique la dife­rencia entre los jardines; para los dos jardines suplementarios se piensa generalmente -siguiendo a Baidáwi- que están destinados a los creyentes de menor mérito o de menor cualidad.'° En todo caso, nos parece plau­sible que haya que distinguir en cada uno de los dos casos mencionados entre un jardín «horizontal» y un jardín «vertical», y este segundo Paraí­so no sería otro que Dios mismo tal como se comunica o se manifiesta en función del grado considerado; éste es el equivalente exacto de la dis­tinción entre el «cuerpo celestíal» de los Budas y su «cuerpo divino».*
En el caso de los elegidos o de los «cercanos» (muqarrabún), el jar­dín vertical es el estado de unión; hemos señalado más arriba que este estado no puede impedir la presencia personal de los cuerpos gloriosos en un Paraíso creado, de lo contrario muchos pasajes de las Escrituras y muchos fenómenos sagrados no se explicarían. En cuanto a los dos jar­dines inferiores, se trata, por lo que respecta al segundo jardín, no de unión sino de visión beatífica, y esta visión es, como la unión, «vertical» con respecto a una beatitud «horizontal»,* fenoménica y propiamente humana. Esto es lo que significan, entre otros simbolismos, las coronas de luz increada que llevarán los elegidos, según una tradición cristiana; y este sentido se aplica con mayor razón, y en un grado insuperable de realidad, a la coronación de la Virgen.
En la célebre Oración de Ibn Mashish, que se refiere al Logos o a la Haqiqatu Muhammadiyah, se habla del «resplandor de la Belleza» y del «desbordamiento de la Gloria»: lo cual, aparte de otros significados, puede referirse a los dos grados celestiales de los que acabamos de hablar. Es, en el simbolismo erótico, la diferencia entre la visión del ser amado y la unión con él: en el segundo caso, la forma se extingue, como los acci­dentes se reabsorben en la Substancia y como las Cualidades divinas se vuelven indiferenciadas en la Esencia. Esta extinción o esta reabsorción, o esta indiferenciación, corresponde a lo que en otras ocasiones hemos denominado la perspectiva de los radios centrípetos por oposición a la de los círculos concéntricos: * según el primer misterio, el de la conti­nuidad o la inclusividad -y se trata aquí de infinitamente más que de una «manera de ver» *-, «toda cosa es Atmá», y la unión directa es por consiguiente posible; * según el segundo misterio, el de la discontinui­dad o la exclusividad, «Brahma no está en el mundo», y la separación de los órdenes creado e increado es, por consiguiente, absoluta, luego irre­ductible. Sólo sobre la base de esta irreductibilidad es posible concebir adecuadamente la homogeneidad inclusíva de lo Real y su consecuencia espiritual, el misterio de la Identidad o del «Paraíso de la Esencia».


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1Aunque «toda cosa sea Atmá, pero esto es cierto desde un punto de vista com­~tanente distinto y en cierto modo opuesto

2Esta idea se inspira visiblemente en este hadith: «La mayoría de las personas del Paraíso son simples de espíritu» (al-bulh), es decir, los que carecen de astucia y de mali­cia. El sentido es, por lo tanto, positivo, mientras que es peyorativo en la interpretación que acabamos de señalar.
3Debes saber -revela Dios a Niffári- que no aceptaré de ti nada de la Sunna,
sino solamente  lo que mi Gnosis te aporta, pues tú eres uno de aquellos a quienes Yo hablo. No todo el mundo tiene esta estación, por decir lo menos, y atribuírsela es
 arriesgarse a una caída irremediable, si hablamos de ello aquí es por necesidades de  la doctrina.
4En el Sufismo, la noción-clave de Máyá se expresa mediante los términos hijáb, «velo», y tajall£, «desvelamiento» o «revelación».
5 Este estado corresponde a la estación del Bodhisattma, mientras que el estado precedente es el del Pratyéka-Buddha. Superar la necesidad de soledad del Pratyéka-Buddha y convertirse en Bodhisattma es permanecer en el estado de unión tanto en un harén como en un campo de batalla; y esto es independiente de la función activa y creadora del Sam­yaksam-Buddha, que representa, no un grado espiritual -posee por definición el grado supremo sin ser el único en poseerlo-, sino un fenómeno cósmico de primera magnitud porque es del orden de las manifestaciones divinas.
6 La tradición atribuye palabras análogas a los cuatro califas ráshidún: uno veía a Dios antes que a la cosa creada, otro después de la cosa, el tercero al mismo tiempo que ella, y el cuarto no veía más que a Dios. También Hujwiri en su Kashf al-Mahjüb. «Un santo ve el acto con su ojo corporal y, al mirar, percibe al Agente divino con su ojo espiritual; otro santo se encuentra separado, por su amor al Agente, de todas las cosas, de modo que no ve más que al Agente». Esto no carece de relación con esta frase de san Pablo: «Todo es puro para los que son puros».
7 Se observará la analogía con el Tat twam as¡ («Tú eres Esto») vedántico.

8 No pensamos negar el carácter problemático de una expresión como ésta que es malsonante porque es demasiado elíptica, al no estar explicada la relati «Dios» de la fórmula.
9 Los djinns son los seres sutiles que se sitúan entre las criaturas corpol criaturas angélicas. Cada uno de estos tres grados incluye estados periféricos y central; en la tierra hay especies animales y está el hombre, como en el Cielo están los ángeles y los arcángeles; estos últimos se identifican con el «Espíritu de Dios» (Ar-Riah).
Del mismo modo, hay djinns de dos clases: los del estado central pueden ser creyentes y ganar el paraíso; de ellos habla la sura «Los Djinns».
10 Según otros comentadores -con Qasháni a la cabeza- los dos jardines suplementarios son, por el contrario, superiores a los dos primeros, pero esta cuestión de pre­sentación simbólica carece de importancia aquí.
11 Sambhoga-káya, el «cuerpo del Goce paradisíaco», y Dharma-káya, el «cuerpo de la Ley», la Esencia divina.
12 Podríamos hablar igualmente de un jardín «circular» y de un jardín «axial», en conformidad con un simbolismo geométrico que no presenta ninguna dificultad.
13 Ésta es la complementariedad entre la dimensión «axial» y la dimensión «circular».
14En el orden principial, una perspectiva depende de una realidad objetiva; no es el «punto de vista» el que por decirlo así crea el «aspecto», a menos que se ose hablar de un «punto de vista divino.
15 Dado, precisamente, que la unión indirecta es preexistente, es decir, que se encuentra realizada de antemano por la homogeneidad divina del Universo, de lo que daría cuen­ta el panteísmo si poseyese la noción complementaria y crucial de la trascendencia. El sím­bolo geométrico de esta homogeneidad, no «material», sino trascendente, es la espiral, que combina la perspectiva de los círculos concéntricos con la de los radios.