En estos momentos en el que el campo de las ideas está confusamente mezclada el grano nutritivo con el venenosa cizaña. La similaridad entre estas dos plantas es tan grande, que en algunas regiones la cizaña suele denominarse "falso trigo".
Para intentar discriminar estas especies vegetales y mentales es propicio hacer una incursión en la obra de Tage Lindbom. Este autor nació en Suecia en el año 1909, estudió en la universidad de Estocolmo, donde se hizo doctor en Filosofía. En sus años universitarios se adherió a los ideales socialistas y, en el curso de sus estudios, profundizó cada vez más su conocimiento del marxismo. El partido socialdemócrata en el poder confió a este joven doctor, brillantemente dotado, la dirección de su biblioteca y de sus archivos centrales en su sede de Estocolmo, donde, hasta 1965, trabajó codo con codo con los promotores del Estado-providencia. En un principio defendió e ilustró con convencida pluma los ideales socialistas. Pero, hombre de reflexión, comenzó a ser cautivado por dudas que se fueron precisando en el curso de los años.
En 1959, cuando había terminado la redacción de su obra "Los molinos de viento de Sancho Panza" (Sancho Panzas vüderkvarnar), denunciaba las ilusiones ideológicas en las que había dejado de creer, su atención fue atraída por un libro titulado La dimensión olvidada (Den gllimda dimensionen), del escritor sueco Kurt Almqvist. Al fin encuentra ahí la buscada puerta al conocimiento metafísico, el único capaz de responder plenamente a las cuestiones fundamentales que se había planteado. Lindbom se sentía cada vez más extraño en el medio en el que continuaba su actividad profesional. En 1965 saca la conclusión lógica de ello dimitiendo de su cargo directivo de la biblioteca socialista.
Se dedicó entonces a escribir y la primera obra de la nueva maduración de su pensamiento fue Entre cielo y tierra (Mellan himmel hoch jord), publicada en 1970, verdadero ajuste de cuentas con el mundo ilusorio y materialista del socialismo. Cuatro años después aparecería el libro, del que he extraido el capítulo que adjunto, Agnarna och Veter, que corresponde a la expresión bíblica La semilla y la cizaña, sugiere que la hora del término del plazo se aproxima temiblemente para el hombre secularizado, cada vez más cegado por el oscurecimiento espiritual e incapaz de distinguir el bien del mal, la verdad del error. Analizando con penetración los diversos aspectos de la confusión modernista, el autor denuncia vigorosamente las ilusiones progresistas que envenenan la mentalidad contemporánea y pone en guardia contra el peligro que nos hacen correr a todos, el del caos generalizado.
En estos tiempos en que sufrimos un Estado con todo su poder, es decir con un gran despliegue de medidas, políticas, jurídicas, administrativas y policiales, además de un sistema escolar bajo la guía y el control del Estado.
Tage Lindbon nos muestra que el "Reino del hombre" desemboca en este absolutismo en el que la secularización continua vuelve así cada vez más difusa la imagen en el espejo. La luz que brilla en las tinieblas, de la que habla san Juan, no tiene en nuestra época una luminosidad evidente y su resplandor se vuelve cada vez más opaco en la secularización progresiva.
Otras obras del mismo autor:
Los molinos de viento de Sancho Panza (Sancho Panzas vaderkvarnar).
Entre Cielo y Tierra (Mellan himmel hoch hord), 1970.
La semilla y la cizaña (Agnarna och Veter), 1974.
The Myth of Democracy, Grand Rapids, MI, William B. Erdmans Publishers Co., 1996.
SER COMO NIÑOS
El Reino del hombre se basa en la creencia de que el ser humano debe desarrollarse racional y emocionalmente hasta un grado tal de elevación en que el mundo entero le esté sumiso. A esta creencia se alía la idea de que las necesidades de los hombres, en principio inagotables, pueden ser satisfechas gracias a un «progreso» continuo, a un «desarrollo» de abajo hacia arriba. Según los profetas de la secularización, ese «progreso» no solamente es material, sino que, como la sombra sigue al cuerpo, las necesida des espirituales acompañan a las de la carne y serán igualmente saciadas.
La expansión de tales ideas está marcada por el orgullo ideológico. El mismo orgullo que conduce a cegueras como ésta: los hijos de la secularización no ven que lo que llaman «progreso» y «desarrollo» no es otra cosa que la inestabilidad que a su vez es una expresión de la imperfección existencial. Han olvidado que la perfección, lo absoluto y lo eterno inmutable pertenecen a Dios -y la inestabilidad al mundo-. La capacidad de cambio, tan apreciada en el mundo moderno, en realidad lleva en sí la marca de la imperfección, que precisamente reside en todo lo sometido a cambio.
Aunque bien pueda objetarse a los partidarios de la religión que exaltan en el hombre lo simplista y lo espiritualmente pobre, ¿en qué consiste, pues, la «pobreza de espíritu»? Se la puede en tender de dos maneras. Existe una indigencia espiritual que la erudición más vasta no llega a compensar. Es una «enfermedad de carencia» que, a pesar de todas las realizaciones médico-sociales del sistema, pasa generalmente desapercibida, aunque en verdad, no la debemos considerar como incurable. Sin embargo la pobreza espiritual debe enfocarse en su sentido más profundo: es humilde sumisión a una espiritualidad que no forma parte de nuestras facultades mentales, sino que viene de lo alto. La pobreza no debe en este caso considerarse como una falta o una indigencia. Es una actitud de virtud que expresa la dependencia total del que recibe, así como su reconocimiento por lo que le es concedido.
Por eso se ha dicho: «Bienaventurados los pobres de espíritu.» No hay ningún elogio a la indigencia ni a la ignorancia, ni a la tendencia a automartirizarse psíquicamente. La pobreza de espíritu es la fuente de la riqueza ofrecida al hombre que se desembaraza de los obstáculos mentales que son la presunción y el orgullo. Está en las antípodas de este último y por eso ocupa en toda vida espiritual una tal eminencia entre las virtudes. Jesús no la mencionó por casualidad al iniciar el Sermón de la Montaña.
Sin embargo existe la tentación de interpretarlo como una dispensa de esfuerzos espirituales. De la misma forma que el mundo secularizado implica dos potencias opuestas, por una parte una fe exagerada en la razón y sus frutos, principalmente la ciencia, y por otra una inclinación del hombre codicioso a satisfacer sus necesidades vegetativas, existen también en la tradición espiritual dos elementos aparentemente contradictorios. Por una parte tenemos una exigente tendencia hacia la madurez para poder comprender la expresión de la verdad y vivir de conformidad con ella. Por otra, debemos ser «como niños».
El procesó de maduración, biológico en los reinos vegetal y animal, mental en la especie humana, siempre ha incitado a considerar con exagerada fe las posibilidades «naturales» de desarrollo. La humanidad ha construido ya muchas torres de Babel y ninguna confusión de lenguas ha podido impedir a las nuevas generaciones empezar de nuevo. Lo que ha sido más sorprendente en la Revolución francesa, señala Alexis de Tocqueville, es la credulidad en relación con las posibilidades de desarrollo del hombre. Estos extravíos recurrentes no testimonian otra cosa que el carácter falaz del sueño sobre la soberanía y la «autorregulación» humanas. La maduración biológica y mental es una parte del orden creado, pero nada mas que una parte. Porque ésta descansa en el equilibrio de fuerzas de la existencia cuyo cometido es remitirnos constantemente al orden en nuestra presuntuosa sobrevaloración de nosotros mismos. La obra creada por Dios es un orden cuyo primer precepto implica que «el árbol no crece hasta el cielo», que nuestra posición dominante sobre la tierra está limitada, tanto en el tiempo como en el espacio, a nuestra misión de gerencia.
El proceso de madurez que conduce al hombre hasta el punto en el que pueda asumir responsabilidad propia y de sus actos es un aspecto indispensable de nuestra situación sobre la tierra. Cuando es puesto en cuestión, como, por ejemplo, cuando la actual propaganda igualitaria dirige hasta formas de vida social infantil o simbiótica que, deliberadamente o no, le comprometen, se provoca un desajuste del equilibrio cósmico --con catastróficas consecuencias si no se evita a tiempo-. Pero de ninguna forma está en contradicción con los consejos evangélicos que nos incitan a recibir la verdad «como niños», en la simplicidad de nuestros corazones.
La parábola del grano de mostaza contiene un precepto universal. La «más pequeña de todas las semillas» simboliza el microcosmos, pero debe crecer hasta convertirse en un árbol a cuyas ramas vengan a anidar los pájaros. Este árbol cósmico, pues, se hace lo suficientemente grande como para acoger los mensajes más elevados. Jesús quiso enseñarnos con esa comparación de qué manera debe comprenderse la madurez en su significado universal. Sin embargo, ¿no existe la tentación de creer que el ser humano, a la manera del grano de mostaza, puede crecer hasta convertirse en un árbol imponente que, por su propio vigor, alcance la verdad celeste? ¿No será la realización espiritual lo mismo que la «autorregulación» humana? El mismo Jesús da la respuesta cuando sus discípulos se acercan y preguntan: «¿Quién es el más grande en el reino de los cielos? » Llama a un niño, le coloca entre ellos y dice: «Si no os convertís hasta llegar a ser como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos.»
Es a un hombre adulto a quien Jesús dirige estas palabras. Y quiso evitar la tentación que pudiese tener de sobrestimar sus fuerzas y de darles una falsa orientación, como hace la teología existencialista con su "man of age". No es una incitación enviada por Jesús a convertirse en infantil o a desarmar el estado adulto.
No es un abandono inerte hasta el estado de la infancia prepúber -en nombre de la igualdad «fraternal»-. Tampoco se trata de la regresión pedagógica de Rousseau, actitud sordamente hostil
al mundo de los adultos. Porque Jesús no dice: convertiros en niños. Dice: «Aquel que se humilla de manera que llegue a ser como este niño, es el más grande en el Reino de los Cielos.» Es en ese «como» donde nos indica la dirección de nuestro esfuerzo.
Jesús contesta a la pregunta de sus discípulos poniendo a un niño pequeño como modelo. Esta respuesta contiene múltiples aspectos. En el niño observamos debilidad e incapacidad. También vemos en él franqueza inocente y confiada esperanza. Ahí es don de el niño constituye un modelo. Al mismo tiempo representa el nuevo nacimiento, la creación siempre renovada, el retorno cíclico. Lo que siempre nos conmueve en el niño pequeño débil e incapaz que solicita la indulgencia y el amor, es la pureza paradisíaca original, la inocencia. En esa primordialidad también percibimos la totalidad cósmica, al mismo tiempo que el recuerdo de nuestro envejecimiento y la necesidad de «volver a ser niños» cuando nuestra vida se acerca a su fin.
Lo que no quiere decir que el reino de Dios deba ser proclamado sólo para hombres que hayan alcanzado un cierto grado de madurez. La capacidad de recibir las palabras de la verdad divina no está, desde luego, determinada por el volumen cerebral. Donde las palabras de verdad penetran y donde se comprenden, es en el corazón, porque ahí es donde reside el espíritu inmortal. Por eso el niño pequeño es tan «maduro» como el adulto para el reino de Dios. .
Aquel que se humilla será el más grande en el Reino de los Cielos, tal es la respuesta de Jesús. Apunta así, sobre todo, contra el orgullo espiritual, primero de todos los pecados mortales, que cierra inexorablemente las puertas del cielo. Y para reforzar su intención, añade: «Y aquel que escandaliza a uno de esos pequeños que creen mí, más le valiera que se le atase una muela de molino al cuello y se le arrojara al mar.» Porque si es necesario guiar nuestras vidas hasta convertirnos en seres juiciosos y responsables, otro tanto puede decirse de mantener lo que en nosotros hay de inocente y puro al ejemplo del niño. La obra del mal consiste en reducir y en destruir, y no podemos impedirlo. El mundo no es un paraíso; es una imperfección donde el mal tiene su lugar. «Es preciso que llegue el escándalo», dice Jesús, «pero ¡ay de aquel por quien el escándalo llegue!».
Nuestro deber es crecer y convertirnos en hombres maduros, responsables y razonables. Debemos servirnos de nuestra razón y, según nuestra capacidad, ampliar nuestro saber. Pero este cometido no debe ocultar la vista del modelo que el niño, en su inocencia, constituye. Justamente en él encontramos a la creación en su totalidad: desde el punto de vista microcósmico es el grano de mostaza que debe abrirse camino hasta llegar a ser un árbol majestuoso, cósmicamente es una expresión del proceso de creación continua y, en fin, en el plano metacósmico, representa la misericordia divina que dispensa sin solución de continuidad la nueva vida. Podemos entonces comprender verdaderamente que estas palabras del Hijo del hombre nos conciernen a todos: «Dejad a los niños venir a mí, no se lo impidáis; porque el Reino de Dios es de los que se parecen a ellos.»