lunes, 1 de noviembre de 2010

Los Juegos Olímpicos

 Los juegos panhelénicos
A manera de homenaje se organizaban pruebas competitivas vinculadas a la guerra, tales como la carrera de carros tirados por caballos, así como carreras a caballo, y pedestres, el pugilato, la lucha, el combate, el lanzamiento del peso, el tiro con arco y el lanzamiento de jabalina; de esto da cuenta el canto XXXIII de la Ilíada, en donde narra a Aquiles organizando unos juegos en homenaje al general Patroclo. 

  La Eneida, en su libro V, referido como una fuente de literatura histórica, ofrece información acerca de los antecedentes de estas fiestas agonísticas, particularmente de los juegos Nemeos; Si embargo, serán Los juegos Olímpicos los representantes máximos de esta expresión ritual competitiva de la cultura helénica. 

Zeus
Principio y final de los juegos olímpicos

Se tiene información de una primera y mas antigua desaparición de esta forma lúdica ritual, restituida por el Rey Ifito. A causa de su preocupación por las divisiones belicosas entre las ciudades estados y la enfermedad que arrasaba al Peloponeso, Ifito consultó al oráculo de Delfos, y Apolo le ordenó restituir unos antiguos juegos; este rey propició un pacto internacional con otros reyes vecinos en el que acordaron celebrar cada cuatro años unos juegos en honor a los dioses del Olimpo, realizar una tregua sagrada durante la realización de estas fiestas, y reconocer a Olimpia como un territorio inviolable. 
Zeus laureado
Aunque se realizaron distintas versiones anteriores al año 776 a.C, es a partir de esta fecha desde la cual disponemos de datos cronológicos aportados por el historiador griego llamado Pausanías. Las fiestas competitivas olímpicas se celebraron de forma continuada hasta el año 472 d.C cuando el Emperador Teodosio el Grande los prohibe.
 Adjunto un texto de Isidro J. Palacios que apareció en la revista "Cielo y Tierra" en el verano de 1984.

Origen y sentido de los juegos panhelénicos

Boxeo
Quien se encuentra en el estudio y aplicación de las cuestiones tradicionales, no deja de preocuparse por la autenticidad de ciertas actitudes modernas de restauración. En efecto, ante la presencia de unas nuevas Olimpíadas, se trata de saber si estos juegos atléticos, inaugurados en el siglo XIX, obedecen a la fidelidad esencial de los orígenes o son, por el contrario, una simulación, una apariencia, de aquellos otros Juegos de raíz mítica, Con este artículo, que considera sus elementos simbólicos, pretendemos averiguarlo.

El mito frente a la Historia y a la filosofía
Al margen de los muchos otros Juegos, de carácter restringido y local, que tenían la casi totalidad de las ciudades griegas, existían sola mente cuatro con la virtud de proclamar en ellas la unión de toda la Hélade. Fueron los olímpicos, los píticos, los ístmicos y los Juegos nemeos.
Pese a que fueron muchos los filósofos que participaron en ellos, llegando a obtener inclu so victorias renombradas, como en los casos de Pitágoras y Platón, estos Juegos no na cieron de la filosofía sino del mito. Sus fuerzas enraizaron desde el principio en lo ritual, mientras que en el logos, en el pensamiento o en la razón, encontraron su debilitamiento. Es un hecho de orden crucial el saber que los pri meros ataques a los Juegos de que se tiene noticia surgieron muy débilmente con Jenófa nes, en los albores mismos de la filosofía, en el siglo VI a J.C., aunque también es verdad que siempre hubo filósofos, a partir del citado siglo, que los defendieron y alentaron. Sin em­bargo, no es este el asunto, al fin y al cabo de orden secundario, el aquí planteado. Lo que importa verdaderamente, es retener que los Juegos no aparecieron para ser una cuestión fi losófica o filosofable. En efecto, como tantas otras cosas, los Juegos no nacieron como problema para ser resuelto con la reflexión o el ejercicio, sino que fueron instituidos ya como solución, antes incluso de que el problema se planteara. No pertenecían, por tanto, sino a una realidad de orden divino, que respondía o se introducía en la esfera de la existencia del hombre arcaico, no emancipado de lo alto, aunque sí en el estado de la caída*. En este sentido, los Juegos fueron lo primero y más puro que los dioses instituyeron en beneficio del hombre desposeído de la raza de oro. De ahí que el propio Píndaro (siglo V a J.C.) -ejemplo del poeta de mentalidad mítica- no encontrara una victoria que llegara al cielo, de mayor fulgor y gloria que aquella obtenida en los Juegos, ni combates más nobles que los que se celebraban en Olímpía (Olímpica, I). Y que el mismo Platón, siendo filósofo, pensara en los Juegos consagrados a la divinidad como lo más alto a lo que el hombre podía dedicar su afán en la vida (vid. J. Huizinga, Homo Ludens).
Carrera
Desde un punto histórico, los Juegos care cen de importancia puesto que, en su origen y manifestación, nada tienen que ver con la ape tencia protagonista del hombre en el mundo, que es la esencia de donde brota el río de la historia. Los Juegos más antiguos, esto es, los olímpicos , son prehistóricos, entendiendo por prehistoria no sólo un sentido cronológico de lo que es "antes", sino de lo que está "más allá" de la historia.

Aspectos
Dentro de la mitología helénica los cuatro Juegos citados: olímpicos, píticos, ístmicos y nemeos, pertenecen al ciclo de los dioses, hé roes y semidioses. Todos ellos fueron fundados en diferentes lugares bajo el sello de una mis ma y doble dimensión cósmica: colectiva y per sonal, reflejada en los mitos, en sus símbolos y atributos. Los de mayor importancia -los Juegos olímpicos- fueron consagrados a Zeus en un lugar llamado Olimpia, que no era una ciudad sino un recinto sagrado, en el Pelopone so. Ya se celebraban Juegos cuando fueron es tablecidos por Pelops, hijo de Tántalo. tlerácles -otro de sus fundadores- reunió allí a los ar gonautas en memoria de la expedición que condujo a Jasón y a sus compañeros hacia la conquista del vellocino de oro. Después de una larga interrupción, Ifito, nuevo Rey de la Elide, los reactualizó en el año 776 a J.C. Se celebra ban cada cuatro años. A cada uno de esos períodos de tiempo se le pasó a denominar olimpiada por la que no sólo designaban los Juegos, sino la unidad de tiempo de la existen cia de los griegos. Duraban siete días. Mientras que el primero y el último estaban destinados a oficios religiosos propiamente dichos, las pruebas o competiciones (agón) se celebraban durante los cinco días restantes, comenzando por la carrera sencilla (estadio) y siguiendo por el pugilato, el pancracio (lucha y pugilato a la vez), lanzamiento de peso, carrera sin armas, con escudo y yelmo, carreras de carros, pen tatlon.., participando los atletas completamente desnudos. También existían ejercicios para los niños. La recompensa para el vencedor era, en los Juegos olímpicos, una corona confecciona da con las ramas de olivo que unos jóvenes cortaban con puñales de oro del árbol sagrado (calisté¡anos) que crecía junto al templo de Zeus, en el Altis: cuadrilátero irregular amu rallado que, según la tradición, Heracles había acotado y plantado de olivos.
Lanzamiento de Disco
Los Juegos píticos fueron fundados por el mismo Apolo en Delfos, para conmemorar su victoria sobre la serpiente Pitón. Después de los de Olimpia, eran éstos los Juegos más so lemnes e importantes de Grecia. Se celebraban cada cinco años. Al principio consistían en la exclusiva competición que tenía lugar entre poetas y músicos. Más adelante se añadieron a los certámenes artísticos, los Juegos atléticos, cuyos participantes se presentaban también desnudos. Era el laurel la recompensa de los triunfadores. La corona hecha con sus hojas evocaba el Amor -apasionado a la vez que casto- de Apolo, asaeteado por una flecha de oro del propio Eros.
Por lo que se refiere a los istmicos, se sabe que ya se celebraban en el siglo XII a J.C. Fun dados por Teseo, en honor de Neptuno, tenían lugar en el istmo de Corinto, cada tres años y durante el Verano, al igual que en las demás fiestas agonales. Eran en su apariencia juegos fúnebres, pues los corintios conmemoraban en ellos el honor de Melicerto, hijo de Atamante, cuyo cuerpo muerto había sido entregado por las olas en las arenas del istmo. Al igual que en los píticos, en estos Juegos se celebraban jus tas atléticas, poéticas y musicales.
Lanzamiento de Jabalina
 Los Juegos nemeos fueron, asimismo, es tablecidos por tieracles para recordar su victo ria sobre el león de Nemea -primero de los lla mados trabajos de Hércules. Este animal de vastador asolaba los campos, siendo vencido por Heracles con sus propias manos, sin arma alguna. Se celebraban cada tres años, y sus vencedores obtenían el honor de ostentar una corona de arrayan o mirto.
Tanto las olimpiadas como los restantes Juegos, estaban cerrados a la participación de los bárbaros, entendiendo por esta expresión no sólo las fronteras horizontales que distinguían la civilización helénica de las otras civilizaciones o imperios y de sus enemigos en cuanto comunidad, sino también aquellas fron teras de la sensibilidad y del espíritu. Los Juegos panhelénicos comprendían pues, en sus más altas significaciones, sólo la Hélade, en cuanto mundo cerrado, completo y diferen te: cosmos creado y escogido, aun después de la caída, de la que ya Hesiodo tenía noticia. Po co antes de celebrarse, en la apoteosis de la luz veraniega, los heraldos recorrían comarcas y regiones proclamando unas rigurosas treguas de paz que los griegos respetaban con celo. En los Juegos no había resquicio para las dispu­tas, ni las guerras, tanto interiores como exte riores. Eran los Juegos de la paz, de la unión, de la perfección y de la gloria. En ellos estaba prohibido matarse durante las pugnas, pruebas y encuentros. Se cumplía de buena ga na, respetándose esta regla con pureza incon dicional. Por ahí comenzaban los Juegos y sus misterios.
Estatua de Zeus en Olimpia
La paz y la Unidad

Todos los aspectos aquí considerados mostraban una doble función espiritual: cósmi co y personal a la vez. Se trataba de alcanzar un estado en el que tuviera lugar una nueva in tegración de lo disperso, o lo que era lo mismo, una recreación de la unidad de la primitiva edad de oro, mediante el ritual de un nuevo na cimiento por el agua y por el fuego, por la acti vidad limpia, desnuda y desinteresada del Juego. En este misterio participaban todos: los atletas y competidores como ejecutantes y el público, no cómo simple espectante, sino en la transposición del victorioso, de aquel que había sabido cumplir de manera más fiel el mo delo ritual del misterio que se extendía a todos los helenos.
Si las guerras constantes impedían que los griegos abandonaran cierto espíritu fragmen tario, heredado de la raza del bronce de {a que hablaba Hesiodo en "Los trabajos y los días", los Juegos, con las treguas de paz, abrían una brecha en el muro, invirtiendo el proceso de la dispersión hacia la unidad, como ha quedado dicho, y aboliendo las pasiones belicosas del mundo caído. Todo ello no sólo está reflejado como ideal en la elección de la olimpiada en cuanto unidad de tiempo para toda la Hélade, sino en el mito de Pelops y en el de los argo nautas. Recordemos el mito de Pelops de una manera sucinta: siendo este héroe hijo de Tan talo, que era víctima de un deseo desmedido, fue asesinado por su padre. Una vez muerto, Tántalo partió el cuerpo en trozos, los aderezó y cocinó convenientemente y, tras ser servido en la mesa, invitó a todos los dioses a comerlo pensando que podría engañarlos. Todos los dioses, excepto Demeter', se dieron cuenta de la falacia y rechazaron la comida, incluso De meter después de haberla probado. Tántalo fue castigado y Pelops recompuesto y resucitado... Fue después cuando este héroe venció en la carrera de carros, bajo la mirada arbitral de Zeus y cuando, según los relatos, instituyera los Juegos Olímpicos. Llegó a ser de tal magni tud su reinado que su nombre fue el que dio la designación a toda la región del Peloponeso, donde, dicho sea de paso, se celebraban, ade­más de las olimpiadas, los Juegos nemeos. Y siguiendo en el mismo orden de ideas, el mito de los argonautas, tan relacionado con las olimpiadas, no hace sino reflejar el similar sen tido de la reunificación de lo disperso. Tenga mos presente que junto a Jasón, tras haberse anunciado por todos los lugares del inundo he lénico, inician la expedición a bordo del argos, atravesando el mar lleno de pruebas, un grupo de 52 héroes escogidos', procedentes de todos los puntos de la Hélade y reunidos excepcional mente para ir a la Cólquide, donde Frijo, al mo rir, había dejado el vellocino de oro. Sólo des pués del regreso de la Cólquide fue cuando tie racles volvió a reunir en Olimpia a todos los hé roes sobrevivientes en unos Juegos conmemo rativos.
Lucha
A la vez que estos signos, de enorme tras cendencia para la comunidad helénica, existían otros referidos a la persona, en cuanto entidad heroica. La reunificación de lo disperso o uni dad se verificaba también en cada uno de los participantes de un modo interior, amén de su transformación espiritual. Todavía Horacio, el poeta romano, reconocía tal estado con estas palabras dirigidas al atleta triunfante: no es ya un hombre, es un dios. En efecto, los Juegos tenían la virtud de realzar al hombre caído, ha ciéndole reconquistar su parentesco con la rea lidad divina. No en vano, alcanzar el triunfo en los Juegos equivalía a ser poseído de un autén tico Título de noble. Según nos lo indica Píndaro en sus Himnos triunfales, esto no quería decir sino que el hombre se hacía mere cedor de la perfección atlética o heroica, en su alcance no sólo exterior de valentía y fuerza, sino también cualitativa de bondad, virtud, sabiduría y belleza, reuniendo en sí lo que siempre fue el ideal de la pureza heroica, supe radora de la irnpetuosidad y del torrente de pa siones llegando a la fusión de la energía y suavidad, de la severidad y delicadeza. ¿Acaso es una casualidad que al lado de los Juegos se celebrasen justas poéticas y musicales? "Las victorias de la arena aman la poesía", escribió Píndaro (Nemea, III).

             El agua y el Oro


En los Juegos renacía un hombre nuevo, no otra cosa indican sus símbolos. Píndaro nos
habla de dos símbolos fundamentales: del oro y del agua, los cuales, relacionados ya con los señalados, pero sobre todo con los nombres de Heracles y Teseo, nos aportan la magnitud de su sentido. El conjunto de todos los símbolos pone de relieve el reconocimiento de la caída del hombre, la pérdida de aquel estado primor dial, puro y sencillo, a la vez que pacífico y libre de deseos e intereses, de la primitiva edad del mundo: la única normal. Estado que no es posible reconquistar sino por la vía del sacrifi cio y de la prueba, por el renacer, como un hombre nuevo, por el agua y por el fuego. De ahí que la esencia de los Juegos no fuera otra que interior y formativa. De ahí que Píndaro di jera que no podía elogiar combates más nobles que los que se celebraban en Olimpia... "Las fatigas con que se enfrentan los jóvenes en las luchas de la arena les cubren de gloria, y, con el tiempo, el resplandor de sus actos fulgura y llega al cielo" (Píndaro. Himnos). Tanto los tra bajos de Heracles, como las pruebas de Teseo indican los esfuerzos interiores del hombre pa ra poner orden y obtener la liberación del alma inmortal. Y de hecho, antes de brillar, como lo hace el oro en la noche, como llama ardiente (Olímpica, l), es preciso pasar por el rito del agua, preciosa sobre todas las cosas (Olímpica, 1), el primero de todos los elementos (Olímpica, III). Para Píndaro, el símbolo del agua alude di rectamente al diluvio, por el que todas las cosas viejas quedan ahogadas antes de ser restableci das en un orbe nuevo, expresión que no soslaya la metáfora del parto, del nuevo nacimiento espiritual`. En tal sentido es definitiva la frase que escribe el poeta griego en su IX Olímpica: "dicen que una enorme masa de agua sumergió la negrura de la tierra". Este símbolo, que como vemos pone de relieve el doble aspecto cósmico y personal a que hemos aludido, está vinculado al simbolismo de la caverna o de la cueva: lugar prehistórico de donde nacen los héroes al mun do de la manifestación gloriosa, descubriendo la luz primera. No en vano, en Olimpia, los atletas antes de salir al estadio y tras pasar un largo período de preparación y de oficiar en el recinto amurallado y sagrado (Altis), tenían que atrave sar un misterioso túnel. Los espectadores los veían, por tanto, aparecer a luz del sol terreno por una oquedad oscura, interior, conectada di­rectamente con el recinto donde moraba Zeus, el Padre de los dioses, y en donde, además, se cortaban, con el cuchillo u hoz de oro, las ramas de olivo, símbolo de la paz de espíritu, con que se confeccionaban las coronas de los triunfado res. Era entonces cuando el oro reluciente afir maba su valor, superior a todas las riquezas. Es te elemento era, en los Juegos, algo más que el sol de verano, era la edad antigua no sujeta a los límites de la cronología, sino posible de veri ficarse en todo momento, incluso en la noche de los tiempos, como ha quedado dicho, en virtud de la ritualización del mito. Pero además, el oro es el fuego del último nacimiento que sigue al del agua: es el último nacimiento de Heracles que tras su existencia heroica se arroja a la pira ardiente, al final de su vida mítica. —No temáis -dijo Zeus a los dioses- Heracles triunfará de esas llamas; la vida que de mí recibió no puede perecer y cuando esté ya purificado por el fuego, vendrá a sentarse entre nosotros en las mansiones celestiales y todos vosotros aplaudi réis esta merecida distinción". Como se puede ver, los Juegos eran algo más que un "simple deporte", en la acepción y sentido que tiene es ta palabra modernamente. En realidad, tendían, ante todo, a la evidencia de una iniciación emi nente y a su demostración operativa. Los Juegos, en efecto, eran a la vez religión y metafísica, pues en ellos la victoria estaba en conexión con el estado interior del atleta. En el fondo, lo que daba la medida del triunfo era la virtud que ya poseía en sí y de antemano el hé roe. Esto quiere decir que la gloria, el laurel de la victoria, la palma, la llama de la inmortalidad, el carro de caballos del ganador, ya se tenían dentro, incluso antes de los combates. "Las que honran la virtud se elevan por un camino glo rioso" (Olímpica, VI), decía Píndaro. Se trataba, pues, de la manifestación a la luz solar de una victoria oculta, ya conseguida antes de ser mostrada, se trataba de la irrupción de la prime ra luz, de aquella anterior a los astros del cielo, de la que a la vez hablaba el Génesis bíblico, y que los atletas fieles y rectos portaban escondi da. El ejercicio y el arte no eran otra cosa sino los resquicios por donde los hombres podían vi sualizar lo que ya era antes de la demostración. Por eso Píndaro decía que a los hombres se les conocía en la prueba y cuyo corazón recto era como aquel oro que brilla en la oscuridad de la noche, que se reconoce al ser probado (Pítaca, X).
El antiprometeo: la humildad heróica en Pindaro

Prometeo es un titán que no niega la presen cia de Zeus, la realidad de Dios, pero a la vez de sea hacer de los hombres seres emancipados y desvinculados de la divinidad: artífices y autosu ficientes en su propia realización espiritual. Pro meteo es, pues, el padre de lo que pudiéramos llamar un esoterismo ateo. Aspecto semejante al de Lucifer, el ángel que quiso llegar a Dios, por sí mismo, por el ejercicio ilusionado de su poder, prescindiendo de Dios, aunque sin pre tender negarle. De ahí su tentación ejemplar a los hombres de invitarles a ser como Dios, de aparentar ser como Él. Tanto Prometeo, como Lucifer, son portadores de un fuego divino, que no les pertenece en sí, pero que creen poder uti lizar a fin de crear una existencia independiente, de absoluta autonomía y de equiparamiento, sin el ejercicio de la humildad.
Por el contrario, tanto en Píndaro, como en el Cristianismo, la cuestión se ve de otra manera:
—dioses sois" repitió Cristo, pero para serlo no hay que prescindir de Dios, sin pasar por Él. Hay que apaciguar y anular el orgullo humano, alen tando el crecimiento de la humildad: dejar de ser aquello que no se es para pasar a Ser verda deramente.
Se trata de esta doctrina: quien se humilla se rá ensalzado, que Píndaro ya conocía y alababa en sus Himnos triunfales. Para este poeta de la
aristocracia helénica, los dioses eran los funda mentos de la gloria (Pítica, X), de ellos el héroe recibía unos brazos vigorosos, unos miembros ágiles, una mirada intrépida, la sabiduría, la pru dencia y el genio, así como la belleza, la bondad y el valor (Olímpicas, IX, X, XIV: Nemea, VII). "El éxito no depende del hombre. Es una ofrenda de los dioses..." (Pítica, VIII) "y bajo sus auspicios empieza y acaba toda empresa `eliz" (Pítica, X). Todo ello, sin embargo, no le era dado al hombre sino por la virtud, que comenzaba por una activa renuncia del orgullo y de la vanidad en sí mismo, la cual se ejercitaba por los hechos y por la oración. Zeus, decía Píndaro, se compla ce en humillar los espíritus soberbios y concede a los buenos una gloria que no envejece jamás (Pítica, II). "El éxito es la recompensa de las ple garias de seres piadosos" (Olímpica, VIII). De lo contrario, el hombre no era otra cosa que "la sombra de un sueño" (Pítica, VIII). He aquí la doctrina de los Juegos: "los mortales no deben luchar contra la voluntad divina- (Pítica II). Ya que un dios bienhechor nos muestra el camino a seguir en cada uno de nuestros actos, sigá mosle y alcanzaremos el más noble fin (Himnos triunfales; hiporquemas, 5), "donde la riqueza ya no tiene precio " (Pítica, VIII). No de otro mo do, que por la acción del sacrificio y del ruego atendido, "el hombre se olvidaba del Infierno que atrae a toda alma inacabada" (Olímpica, VIII).

El juego y el Paraíso

A la vista de lo ya expuesto, encontramos que la esencia de los Juegos panhelénicos era la de restaurar la vida del hombre, conduciéndole en la práctica hacia la reconquista de aquella edad primordial que los griegos llamaban paradeisos (paraíso). Allí no se verificaba otra cosa más que el "fuego de la creación".
Juegos femeninos
Entendemos que el acto del Creador consta de dos momentos en un solo hecho, al igual que la respiración tiene la inspiración y la espiración. Por el primer momento tiene lugar la manifestan del Uno, creando la diversidad de los seres le las cosas, cuyo espíritu se deposita en todo, regiendo el universo. Por el segundo momento ne lugar la reunificación de lo creado o la anión de lo disperso. Esta es la actividad de os, de la cual nos hablan todas las tradiciones, i solo las bíblicas, sino también la propia tradi ción hindú en la comprensión cabal del término irusha: "siendo uno, se hace muchas, y sien ) muchos, toma a ser uno" (A. Coomaras amy, cit. por Guénon en Études traditioneles, Oct.-Nov., 1946).
¿Qué necesidad tiene Dios de acometer la Cre ación? Es comprensible: ninguna, ya que Él es Ser absolutamente libre, incondicionado. Es ¡mas ante la actividad pura, cuya esencia está esignada en la palabra Juego. Coomaraswamy, ablando del término hindú lilá (juego), cita es ¡ expresión del Brahma Sútra (II, 1.32, 33): la actividad creativa de Brahma no es emprendida causa de una finalidad, deseo o perentoriedad alguna, sino simplemente a modo de juego". que la Creación sea un Juego queda de la mis ma manera indicado en el Libro de los Proverbios (VIII, 31), donde está escrito que la Sabiduría divina vive "holgándose en la crea ción del universo—. El Juego nace, por tanto, e Dios, quien lo concibió en su seno antes de obrar. La Creación, así, es el Juego de Dios. Pero hay más. El versículo del libro bíblico citado añade que la sabiduría encuentra sus delicias "con los hijos de las hombres". Esto alude, sin duda, a la primera y única misión del hombre creado: repetir la Creación en sí mismo.
Al ser hecho el ser humano por el Creador a su propia imagen y semejanza, Dios lo confirió cual un microcosmo, donde pudiera tener lugar en él la misma actividad divina, la cual no era otra que jugar el Juego bien. El Paraíso no era, por tanto, sino el lugar de recreo, donde, respe tando las reglas del Juego, el hombre viviera en sí el acto soberano de la Creación: la manifesta ción y la reunificación del pequeño y del gran universo o macrocosmo. Eso duró mientras Adan y Eva no quisieron ser como dioses, sino en tanto quisieron ser dioses.
Johan Huizinga en su obra ya citada (Homo Ludens) acierta cuando dice que el Juego prece de al hombre, no habiendo nacido en él, ni en ninguna de sus concepciones culturales, ni en sus civilizaciones. Sí, en cambio, se encarnó en él como lo primero que dio sentido y explicación a su existencia. El Juego fue, en efecto, el esta do propio del Paraíso. Resulta curiosa la obser vación de cómo las características formales que Huizinga encuentra en el significado de la pa labra 'Juego" se avienen a lo que aquí sostene mos. tluizinga dice que el 'Juego- es una activi dad libre, esto es, se juega en tiempo de ocio; no es vida corriente, sino que interrumpe el proce so de la misma, rompiendo con la idea de pro vecho o interés material; se ejecuta en un deter minado tiempo y en un espacio especialmente acotado, separado o aislado, que tiene mucha similitud con el lugar santo destinado al culto; siempre se desarrolla dentro de un orden y tien de a crear orden, armonía y ritmo; se ejecuta en tensión, pues no tiene otra finalidad que sí mis ma: la perfección del 'Juego—, que el 'Juego ­salga bien; y es, por último, un "misterio", un algo que es sólo para "nosotros" y no para los demás: una función esotérica que tiene un al cance restringido, englobando a quienes partici pan en él, excluyendo de sus beneficios a los que están "fuera".
Es fácil darse cuenta que el estado permanen te de estos caracteres no podía darse sino en el Paraíso. Dios le puso un marco al hombre para -en palabras de Frobenius- "actualizar, repre sentar, acompañar y realizar el acontecimiento cósmico—. En aquel jardín delicioso el hombre vivía sin necesidad alguna; simbólica y realmen ,te lo tenía todo y se identificaba con todo. Asi mismo, su vida era calma, sencilla, sin agita ciones. No había sitio en él ni para el trabajo, ni para la guerra violenta, por eso su actividad era sólo un Juego. El hombre era un niño de una seriedad santa: sólo jugaba en la inmanencia y trascendencia del espíritu'. Su tiempo no era otro que el presente-eterno, su estilo la nobleza y su despropósito el desinterés absoluto. Su vida era la misma acción, era el Juego, cuya pureza residía en la perfección de sí mismo en cuanto se realizaba.
La función de los Juegos panhelénicos era, pues, la de establecer una fiesta (interrumpción en el tiempo) y un lugar (espacio sagrado), ten dentes a reconquistar la primitiva Edad de Oro. Hesiodo nos habló de ella como del Paraíso. Ha bitada por una raza de oro, aquella edad desconocía la guerra y la violencia, desconocía el trabajo agrícola, el negocio y la envidia. No por casualidad Píndaro, el poeta de los Juegos, levantó sus himnos en sintonía con aquel esta do primigenio, rechazando el orgullo, la violen cia y señalando que "ta guerra sólo posee en cantos para quien no la conoce" (Nemea, VII e hiporquema sobre la guerra, 7). No es la dispu ta, sino "el silencio la mejor sabiduría para el hombre" (Nemea, V). En él no se excita el or gullo, ni lo vano; en él se está más próximo de la Divinidad, pues él era el estado primitivo del hombre. ¿Es una casualidad que fuera precisa mente Prometeo el que le entregara el alfabeto?
La Edad de Oro permanecía exenta de todo deseo insaciable (kronos), por ello Píndaro decía: "sepamos limítar nuestros deseos" (Nemea, XI).
Recordemos el ya citado mito de Tántalo don de éste es rechazado y condenado por los dioses al verlo víctima de un deseo irrefrenable. El cielo no debe ser objeto ni siquiera de una ansiedad vulgar, humana...
Los Juegos fueron así el intento de rememo rar aquella Edad de Oro, donde los hombres vivían en la consideración de dioses y que de nuevo ahora, como en la nueva Jerusalén apocalíptica, que no necesita luz de astro algu no, volverían "tos justos contemplando un sol puro, de noche como de día, libres de todo tra bajo... para procurarse el miserable sustento" (Olímpica, II).
¿Quién ganaba, pues, en los Juegos panhelé nicos? Solo aquel que hubiera sabido represen tar mejor el Juego, aquel que hubiera sabido ju gar mejor que ningún otro el Juego divino, o ejercitarse de manera más certera en la acción serena y pacífica de Dios.

Los Juegos modernos

 Con la incomprensión del racionalismo los Juegos panhelénicos fueron decayendo. Apenas eran una sombra cuando fueron abolidos por el Emperador ro mano Teodosio en el año 394 d. de J.C. La última Olimpiada se celebró, por tanto, en el 393 d. de J.C. Sólo después, con ocasión de las invasiones bárbaras, de algunos terremotos y del desbordarniento del río Alfea fue cuando no quedó de Olimpia nada más que ruinas.
Añorante del estilo heroico deportivo y de¡ aspecto formal más sobresaliente de los Juegos griegos: la tre gua pacifica y la unión de la Hélade, el barón Pierre de Coubertin propuso su restauración en Europa a fines del siglo XIX. Ayudado por la realeza y principalrnente por el príncipe heredero de Grecia, el duque de Espar ta, vio su empeño hecho realidad el año de 1896. Ate nas fue la primera sede de los nuevos Juegos Olímpicos. No obstante, y con ser encomiable el inten to, no se restauraba nada más que una superstición: una fidelidad a *alguna de sus fornas, maston el olvi do de su fuerza y sentido rnítico. En efecto, la res tauración de los Juegos no surgió como consecuencia de una vigorización europea del espíritu religioso y metafísico, sino corno una simple moral aristocrática de alcance sentimental y político: la abolición, al me nos durante cuatro años, de las disputas entre las na ciones, alentando además el semillero de la hermandad entre los hombres de todos los pueblos del mun do y no sólo griegos o europeos. Nada tenía que ver esto con la metapolitica y con el rito. Pese a todo, el barón de Coubertin sí logró rescatar algunos aspectos externos de la acción pura corno su alusión al juego antes que nada. Recordemos el famoso lema: "lo que importa es participar". Tarea de rescate que, con el tiempo, ha tenido sus cultivadores aislados, corno fue el caso de Henry de Montherlant, autor de "Las Olímpicas".
Henry de Montherlant
En esta obra, Montherlant habla de algu nas recuperaciones del estilo corno el abundamiento en la idea de la participación: la necesidad de enlazar los juegos con la dulzura poética; el estilo formativo, frente al espíritu de la ilustración; la serenidad, el or den y la "diversión"; habla también de que los juegos deportivos sanos sirven para curarse del trabajo y rechaza, en fin, la obsesión moderna por el record, por la recompensa, por el interés y por la fama indivi dualista que tiene su fuente en la vanidad. Entre sus errores, sin embargo, se encuentra, como más desta cable, la ausencia y hasta la despreocupación de la re ligiosidad que, como ha quedado dicho, es la condi­ción previa a la reconquista del paraíso perdido. Sustituye Montherlant la Religión por una extraña mística del cuerpo neo-pagana que, a decir verdad, nada tiene que ver con la metafísica heroica del ejercicio de los antiguos paganos.
Los Juegos actuales, aun así, pueden considerarse lo más limpio del deporte actual, decididamente entregado a la mentalidad moderna: ávida, soberbia, mercantilizada, cuantitativa, superficial, sin estilo ni belleza y tremendamente discutidora. Muchas cosas son inconcebibles en el deporte actual pem dos que demuestran el grado de su enfermedad son la invasión de los lemas publicitarios de los productos de consumo y la belicosidad sin freno, la violencia en gradas y campos con una total ausencia de señorío, esto es: la presencia del interés y del negocio, y de la destructiva agitación. Así sucede hoy, tiempo de extremada decrepitud sin Juego.
 Notas
  Dentro del pensamiento llamado Tradicional, el estado actual de la humanidad es contemplado como caído o separado de su origen armonioso. De ahí tantos símbolos relacionados con el Paraíso perdido', de ahí también que los métodos espirituales puedan considerarse como medios pa ra conseguir la restauración microcósmica (le una condición primordial macrosósmiea ((nota de la redacción.) (1) No es un simple azar o capricho sin sentido que la única mujer a la que estaba permitida la asistencia en lugar preferente, a las olimpiadas, fuera precisamente la sacerdotisa de la diosa Demeter
(2) Junto a Jasón, jefe de la empresa, el mito seria la los nombres de sus compaüeros, entre otros: Admeo, Teseo Castor y Pólux, Herades. Linceo Orfeo Peleo Piritoo, Augias, tiylas. Melcayro, Esculapio Tifis.,. 131 —Salvado de las aguas o sacado de las aguas o entre yado por las aguas no indica otra cosa que renacido a otra vida. En este orden estaría la conmemoración fúnebre, en honor de Melicerto, de los Juegos ístmicos. Claro que este símbolo no tiene por qué reflejarse siempre en la muerte corporal real. Así, por ejemplo en la tradición cristiana, San Juan de la Cruz nos cuenta cómo, siendo niño, cayó por dos veces en el agua, una vez en un pozo y otra en una laguna, y cómo en ambas ocasiones vio cómo era sacado a la superficie por una bella señora que se le aparecía en el fondo. (4) Dejad a los niños y no les impidáis acercarse a mi, por que de los tales es el reino de los cielos '(San Mateo 19.14). (5) 'Igual que dioses vivían, con el corazón libre de cuida dos... La mísera vejez no les oprimía... gozándose en festines.... Morían como vencidos del sueno- (Hesiodo. "Los trabajos y los días”).


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