LA IMPOSIBLE CONVERGENCIA ENTRE TRADICION Y PROGRESO
Ningún progreso o tiranía acabará con el sufrimiento; sólo la santidad de todos lo lograría, si fuese de hecho posible realizarla y transformar de este modo el mundo en una comunidad de contemplativos y en un nuevo paraíso terrenal. Ello no quiere decir, desde luego, que el hombre no deba, en conformidad con su naturaleza y el simple sentido común, intentar vencer los males que se presentan en su vida; para eso, no tiene necesidad de ninguna exhortación divina o humana. Pero intentar establecer cierto bienestar en un país con vistas a Dios es una cosa, y buscar realizar la felicidad perfecta en la tierra y al margen de Dios es otra. Este segundo objetivo está por lo demás condenado de antemano al fracaso, precisamente porque la eliminación durable de nuestras miserias depende de nuestra conformidad con el Equilibrio divino, o de nuestra fijación en el «reino de los Cielos que está dentro de vosotros». Mientras los hombres no hayan realizado la «interioridad» santificante, la supresión de las pruebas terrenales solo supondría un adormecimiento hipnotizante, de alguna manera el verdadero “opio de los pueblos”. Esta idea “milenarista” no sólo es imposible sino que ni siquiera es deseable; pues el hombre «exteriorizado» tiene necesidad de pruebas para expiar sus errores y para escapar de la «exterioridad». Esto es como si a un enfermo le suministramos opio para que no sienta su dolor y que de esta manera se continue con el comportamiento que causara su enfermedad.
En una palabra, si se combaten las calamidades de este mundo fuera de la verdad total y del bien último, se crearán calamidades incomparablemente mayores, comenzando, precisamente, por la negación de esta verdad y la confiscación de este bien: los que pretenden liberar al hombre de una «frustración» secular son de hecho los que le imponen la más radical y la más irreparable de las frustraciones.
La civitas Dei y el progresismo mundano no pueden, pues, converger, contrariamente a lo que se imaginan los que se esfuerzan por adaptar el mensaje religioso a las ilusiones y a las agitaciones profanas. «Quien no recoge conmigo, dispersa»: esta frase, como muchas otras, parece haberse
vuelto letra muerta, porque sin duda no es de «nuestro tiempo». Y sin embargo, una encíclica reciente nos enseña que «la Iglesia debe escrutar los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio». Entretanto, lo que se hace es matemáticamente lo inverso. Es decir intentar adaptar la Iglesia a la luz de los tiempos.
«Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y lo demás se os dará por añadidura»: esta sentencia es la clave misma del problema de nuestra condición terrenal, al igual que esas otras palabras que nos revelan que «el reino de los Cielos está dentro de vosotros». O también, para recordar otra enseñanza del Evangelio: el mal no será vencido más que por el «ayuno y la oración», o sea, por el desapego respecto al mundo, que es «el exterior», y por el apego al Cielo, que es «el interior».
P.D. Nota entresacada de la obra de Frithjof Schuon, La Transfiguración del Hombre.
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